Convendría, por de pronto, formular primero las bases
de una institucionalidad del Arte en el Japón en el auge del proceso
tecnificador, ligado a las implicancias de los nuevos vocablos fundaciones del
fenómeno obra de arte. Bijutsu (Bellas Artes) y Geijutsu (artes decorativas)
marcan una ruptura paradigmática en la convencionalidad de la producción
japonesa –llámenoslo así por una cuestión pedagógica- de objetos con una
intención estética o artística, esto es, que se escapan de la mera utilidad,
como lo es la producción industrial serializada de objetos y el artesanado. La
aparición de estas palabras no es casualidad, sino que se debe al debate
originado por la presencia de Japón en las Exposiciones Universales desde 1873
(Viena fue la primera), y por sobre todo, en la experiencia japonesa sobre el
arte desde un punto de vista europeo, cabe decir, como un espacio teórico con
rendimiento transcendental del comportamiento y la compresión de la realidad a
través de las facultades cognoscitivas del ser humano (sensibilidad,
imaginación y entendimiento), y en ello, un carácter eminentemente de
universalidad. Me atrevo a decir, incluso, que estas dos terminologías
constituyen el origen teorético de la construcción del relato de la crítica,
luego historia del arte, que se ha desarrollado en Japón por lo menos hasta la
mitad del siglo XX. Pero volvamos al tema. Bijutsu, Bellas Artes, comprende a
la pintura, la escultura y la arquitectura, tomando como referencia el marco
teórico del Tratado de la Pintura de León Batista Alberti, y que implica, a su
vez, la concepción intelectualista del artista como observador y
constructor-descifrador de la realidad, un ser arrojado a la producción del
conocimiento sobre el mundo, distinto del trabajo gremial del artesano, que es
una labor mecánica. El artista, a través del arte, produce conocimiento
universal, o en otras palabras, los repertorios formales y semánticos que se
sirve el artista son el resultado metodológico, analítico, de los problemas
visuales que cada soporte artístico impone desde sus límites. A esta cuestión,
pensemos que ya en el siglo XVI la perspectiva estaba siendo estudiada y problematizada
en términos de comprensión de los modos de ver, la narración de una historia, y
la administración de los cuerpos en una superficie bajo una concepción
aristotélica del espacio por los japoneses, sobre todo en los ilustradores de
grabados, como Hokusai, y aquellos que se introducían a la pintura en óleo, por
ejemplo Shiba Kokan. Este punto introdujo una fractura y una interpelación a la
producción pictórica y escultórica japonesa desde los propios nipones, que era
confeccionada, en efecto, por artesanos asociados a templos o escuelas con
rasgos gremiales, tanto en preparación técnica del estudiante, como en el proyecto
corporativo de los miembros bajo el nombre del maestro de escuela. Esto se
tradujo, en consecuencia, en un abandono valorativo de las colecciones japonesas,
de rótulo clásicas, e incluso contemporáneas, que en muchos casos, fueron
sustraídas o llevadas impunemente a Europa y los Estados Unidos. Hoy, en una
ironía casi angustiosa, pertenecen a coleccionistas privados o se han convertido
en museos.
Esta situación preparó el terreno para la llegada de
las academias a Japón, y con esto, la primera gran corriente del sobre qué del
discurso del arte, ya institucionalizado, en la circulación de formas de relato
precríticos: el arte es aquello que se produce, circula y se contempla en los
límites de la academia, y es aquello que puede ser indagado únicamente desde
repertorios formalistas, y desde un punto de vista estético, desde categorías
ónticas de sesgo platónico. Miyake Setsurei, por ejemplo, escribe una apología en
1891 titulada “Los japoneses: su verdad y su belleza”, defendiendo la espesura
conceptual del arte japonés, pero bajo criterios filosóficos de una tradición
europea, griega clásica, esto es, sobre la obra en tanto que partícipe de la
Verdad, la Belleza y el Bien. Contemporáneamente a este autor, Ernst Fenollosa,
Okakura Kakuzó y Kuki Ryúichi fundan agrupaciones (Ryúchikai, 1878), revistas
especializadas y centros interesados en la revitalización y reencantamiento por
el arte japonés, como exposiciones (Naikoku Kaiga Kyóshinkai, 1882) en vistas a
los conflictos epistemológicos que atraviesa con las políticas holísticas de la
academia, y a su vez, con la búsqueda de la utilidad del arte para el gobierno,
el discurso excluyente del nacionalismo. Si nos trasladamos un poco hacia
atrás, en 1876, es cuando se inaugura la primera academia oficial de arte, Kóbu
Bijutsu Gakkó, con profesores italianos para las cátedras principales: Edoardo
Chiossone y Antonio Fontanesi en pintura, G.V. Capelletti en arquitectura y
Vicenzo Ragusa en escultura. Esta primera vertiente de producción de relato
sobre el arte y su espacio ideológico, ha tenido repercusiones hasta la
actualidad en la crítica de arte y en la historia del arte, sobre dos consideraciones
conceptuales: la primera, de carácter teórico, que es considerar la historia
del arte japonés como la historia del formalismo de las obras, -y muy ligada
con la auge de la arqueología, la sociología- clasificada según sus soportes,
técnicas y repertorios de administración del espacio, a la par que se yergue
sobre una posición idealista hegeliana sobre las fases dialécticas del concepto
de estilo. Como mencioné, muy familiarizado también con la arqueología, incluye
el tratamiento de ciertos objetos como obras de arte, tocantes a estados
prehistóricos, además de instaurar mecanismos de asociatividad con el
nacimiento de los museos modernos. En lo que respecto al idealismo, ello es
originado en la instrucción de pensadores japoneses en filosofía idealista
alemana, francesa e inglesa, en cursos de becarios otorgados por el gobierno
japonés. La segunda cuestión apunta a que el relato crítico, y la futura
disciplina historiográfica del arte, considera a priori que la producción
artística está realizada por “artistas”, en su definición convencional europea,
y por tanto, el discurso que posibilita la emergencia de las obras, está
definido fundamentalmente por el intelecto del autor y los problemas visuales
que él está resolviendo. En consecuencia, la dimensión política, religiosa,
jurídica o social no entra en la problematización sobre los paradigmas
gravitantes a la hora de establecer los criterios semánticos e ideológicos de
producción de obras. En otras palabras, la historia del arte se transforma en
una historia de los artistas, o una historia biográfica del arte. En suma, la
modernidad del siglo XIX, puede leerse también desde el abismo que resulta de
la separación de la producción cultural de la sociedad, entendida como una
experiencia cotidiana sincrónica, para ser reducida a la experiencia individual,
casi anacrónica, del sujeto frente a la comunidad.
Ahora bien, argüir la institución del discurso sobre
el arte sobre los lineamientos conceptuales de la academia, como el formalismo,
una visión dialéctica sobre el estilo, y el enaltecimiento de la noción de
artista, sin bien reducen o limitan la definición sobre lo que caracteriza y
discursivamente está imprimido en una obra, le otorga un sentido a la intuición
convencional japonesa de la experiencia estética, y clarifica mucho más los
límites operantes del Arte (esto es mucho más que decir la frase “el arte está
inscrito en la vida”), por lo que es viable de analizar si atendemos al impacto
simbólico que tiene la academia de arte europea, así como el peso gnoseológico
que tiene la figura del artista desde el siglo XV, aunque no resuelve los
matices, a veces contradictorios, con los que la sociedad japonesa afronta este
proceso tensionante con la modernidad del siglo XIX. Una razón de peso para
sostener la laguna de conocimiento que se tiene sobre el tema, son las
transformaciones internas por las que están atravesando las academias en
Europa, principalmente Francia y Alemania en el siglo XVIII.
Por la escasa información que se tiene a disposición,
se sabe que los japoneses visitaron un indeterminado número de academias
italianas y francesas, pero no se sabe si arribaron a otras dentro del
territorio europeo. No obstante, y de acuerdo a lo que se declara en la crítica
de arte y filosófica japonesa en el siglo XIX, seguramente hay una fuerte
influencia del pensamiento romántico alemán, en la figura del genio. Éste sería
la segunda gran vertiente de construcción de discurso limitador, y silencioso,
sobre historia del arte en Japón. Sólo quiero precisar brevemente esta
coyuntura y los alcances que tiene en la conformación de saberes disciplinares
con los que se ha interrogado el fenómeno artístico nipón. Las campañas
antiacadémicas comienzan en Europa en 1790, y con su auge después de 1810,
sobre un profundo cuestionamiento y escepticismo respecto al tipo de
instrucción que recibía el estudiante, tanto en las academias francesas y
alemanas (programas mecanizantes de la creatividad individual de los artistas):
reivindicaciones muy a la par del pensamiento de Voltaire y Diderot, por cuanto
ningún poder externo al individuo debe y puede restringir a la subjetividad,
aquí entendida como la voluntad de saber y ocasión de la emergencia del artista
autónomo. Esto significó un alejamiento del arte como instrumento al servicio del
Estado (y la jerarquización de la pintura de Historia como la más importante, de
allí hacia abajo), y la concepción defendida a ultranza que el arte no se sirve
de, a y para ningún poder político, ideológico o clase social. La libertad que
se confiere el artista para trabajar desde su subjetividad, su sentimiento,
término romántico de la materia que conforma al genio, es el sello de un
proceso de autonomización de los campos de acción del arte. Sin embargo, lejos
de una visión filosófica, los programas de las academias no sufrieron grandes
cambios. Podría pensarse que llegados a este punto, las academias deberían ser
abolidas, pero debido al Arts and Crafts inglés resurgen como revitalización
del trabajo gremial y el auxilio de la industria para el propio hombre y la
sociedad. Esta posición de comienzos ya, del siglo XX, no cuajó totalmente en
Japón, y prontamente, el gobierno japonés dejó de prestar el interés inicial en
el arte como un dispositivo político, propagandístico de la nación. Es, sin
embargo, la corriente romántica en el pensamiento estético, el que constituye,
a manera de síntesis dialéctica, la tercera constelación sobre la que se
dispone la crítica y la historia del arte para indagar el fenómeno del arte.
¿Alguien se ha preguntado por qué los libros de historia del arte periodizan
solamente hasta el siglo XIX, y piensan esos periodos como estilos, es decir,
discursos cohesionados de interpretación sobre el arte y sus fenómenos? Una
buena manera de aproximarse a ello es sobre esa autonomía conquistada del habla
del artista respecto a lo social, y el desgaste de las lecturas interpretativas
de las obras asociadas a las políticas de los museos.
Por otra parte, y a modo de respuesta cerrada a esta
dicotomía, Okakura, quien se considera el padre de la estética y la crítica de
arte en Japón, está pensando el problema de la confrontación de modernidad y
tradición por medio de un sincretismo, esto es, la comunión entre la técnica
heredada del convencionalismo, el lenguaje ya prefijado por la sociedad y desde
donde se ha significado la realidad, o un punto de vista místico o animista, y
la noción revolucionaria de un sujeto que también construye realidad, como lo
es la categoría del genio-creador. O sea, por lo menos en este apartado,
perdura un carácter transcendental del artista, en lineamientos de una posición
sublime y activa en el relato de la crítica como ejemplo a seguir, tanto
técnico, teórico, moral e ideológico. Esta postura va muy articulada a la
consideración del discurso sobre la historia del arte como historia de
biográfica de los artistas, pero arguye los razonamientos a través de un uso
del lenguaje, más bien lírico, o por lo menos que permanece abierto a variadas
interpretaciones y por sus formas de enunciación. Por ejemplo, al referirse el
relato a “personalidad artística”, “sentimiento estético”, “trazo vibrante”, en
fin, expresiones grandilocuentes de un análisis experiencial de la obra que
pasa por encima, nuevamente, de las condiciones sociales, culturales e
históricas de su elaboración, para encarnar en la experiencia ahistórica que se
reduce a un gusto particular. No curiosa, sino causalmente, este tipo de
discurso se haya de manera muy frecuente en la construcción de lecturas
analíticas-interpretativas sobre la base de catálogos museales contemporáneos.
Para ir cerrando esta ponencia, quisiera resaltar una
última cosa. Como se ha podido constatar, y ni de lejos resolver, es el hecho que
con los criterios sobre los que la historia y la crítica del arte se han
edificado en Japón, no solamente por los mismos japoneses, sino por discursos
disciplinares extranjeros, las investigaciones que producen resultados sobre
historia del arte son demasiado constreñidos respecto al fenómeno artístico que
estudian. Pareciese ser que lo que nosotros revisamos como historia, teoría o
crítica del arte japonés, no es más que una historia de ciertos artistas,
ciertas escuelas, orientadas en la expresión de un proceso creativo constante
de genialidad y sublimidad operante. El impacto negativo principal, es la
suposición errónea que la historia del arte solamente se encarga de estudiar
obras de arte. La historia del arte estudia, además, otros fenómenos como son
la dimensión iconográfica, la experiencia estética, la inscripción de la
imagen, etc. Todas ellas no constatan en las investigaciones divulgadas, salvo,
como es obvio, en circuitos académicos cerrados. A modo de ejemplo de los
límites del relato, y la reducción radical de los fenómenos del arte, en mi
investigación doctoral, he intentado sacar a superficie una nueva lectura
acerca del Ukiyo-e, el grabado japonés. Oficialmente se ha leído como un
soporte laico, fuera de los territorios de la religión, la política o lo
estrictamente cotidiano, festivo. Sin embargo, al ir explorando desde la filosofía
los debates de los intelectuales japoneses entre los siglos XVI, XVII y XVIII, el
problema de la mitología sale a relucir, y cómo ésta se encuentra profundamente
gravitante en la vida cotidiana del japonés. Más aún, brotan acontecimientos
que explicitan que los grabados japoneses están circulando por los templos como
ofrendas, imágenes de culto, panfletos para las peregrinaciones, etc.; y no
solamente aquello, sino que en los imaginarios colectivos, los sistemas de
lenguaje construyen la imagen con un cierto sentido y orden semántico, que
están a su vez están asociados a estructuras rituales, relaciones entre lo
sacro y lo profano, entre hombre, ser, ente y mundo. La diferencia está en el
medio en cómo se elaboran y cómo ésta se convierte en experiencia estética, lo
que no ha sido desarrollado. Por tanto, el espectro fenomenológico de un
grabado japonés es de un caudal inacabable, pero no recogido por el orden disciplinario
por estos agentes de control y cohesión, que ya he mencionado a lo largo de la
ponencia. En consecuencia, la complejidad de una obra y su contorno, no es
reducible a la categoría del artista, ni mucho menos a un tipo de relato
historiográfico convencional que ha tratado el arte como un mero catálogo de
colecciones, y muy por el contrario, debe poner en relieve el debate interno de
la disciplina sobre los modos epistemológicos que está utilizando para
construir conocimiento, en este caso, sobre el arte, sus instituciones y sus
límites. Claro está, es una tarea pendiente de los japoneses, y esta ponencia
solamente pone en la mesa las lagunas y los territorios de lo que no se sabe en
el debate historiográfico del arte. Nosotros, los occidentales, lamentablemente,
nos reducimos como el arte, a ser simples observadores.
«Anónimo». Formato:
fotografía. Autor: Ogawa Kazumasa .
Año 1900.
|
0 comentarios:
Publicar un comentario