miércoles, 19 de junio de 2013

Una aproximación al problema categorial del Arte y su institucionalidad en la modernidad japonesa del siglo XIX: el desde dónde y el sobre qué se produce la historia del arte. (Parte 2, final)



 
«Vista de Tokyo». Formato: fotografía. Autor: Desconocido. Año 1880.
 Convendría, por de pronto, formular primero las bases de una institucionalidad del Arte en el Japón en el auge del proceso tecnificador, ligado a las implicancias de los nuevos vocablos fundaciones del fenómeno obra de arte. Bijutsu (Bellas Artes) y Geijutsu (artes decorativas) marcan una ruptura paradigmática en la convencionalidad de la producción japonesa –llámenoslo así por una cuestión pedagógica- de objetos con una intención estética o artística, esto es, que se escapan de la mera utilidad, como lo es la producción industrial serializada de objetos y el artesanado. La aparición de estas palabras no es casualidad, sino que se debe al debate originado por la presencia de Japón en las Exposiciones Universales desde 1873 (Viena fue la primera), y por sobre todo, en la experiencia japonesa sobre el arte desde un punto de vista europeo, cabe decir, como un espacio teórico con rendimiento transcendental del comportamiento y la compresión de la realidad a través de las facultades cognoscitivas del ser humano (sensibilidad, imaginación y entendimiento), y en ello, un carácter eminentemente de universalidad. Me atrevo a decir, incluso, que estas dos terminologías constituyen el origen teorético de la construcción del relato de la crítica, luego historia del arte, que se ha desarrollado en Japón por lo menos hasta la mitad del siglo XX. Pero volvamos al tema. Bijutsu, Bellas Artes, comprende a la pintura, la escultura y la arquitectura, tomando como referencia el marco teórico del Tratado de la Pintura de León Batista Alberti, y que implica, a su vez, la concepción intelectualista del artista como observador y constructor-descifrador de la realidad, un ser arrojado a la producción del conocimiento sobre el mundo, distinto del trabajo gremial del artesano, que es una labor mecánica. El artista, a través del arte, produce conocimiento universal, o en otras palabras, los repertorios formales y semánticos que se sirve el artista son el resultado metodológico, analítico, de los problemas visuales que cada soporte artístico impone desde sus límites. A esta cuestión, pensemos que ya en el siglo XVI la perspectiva estaba siendo estudiada y problematizada en términos de comprensión de los modos de ver, la narración de una historia, y la administración de los cuerpos en una superficie bajo una concepción aristotélica del espacio por los japoneses, sobre todo en los ilustradores de grabados, como Hokusai, y aquellos que se introducían a la pintura en óleo, por ejemplo Shiba Kokan. Este punto introdujo una fractura y una interpelación a la producción pictórica y escultórica japonesa desde los propios nipones, que era confeccionada, en efecto, por artesanos asociados a templos o escuelas con rasgos gremiales, tanto en preparación técnica del estudiante, como en el proyecto corporativo de los miembros bajo el nombre del maestro de escuela. Esto se tradujo, en consecuencia, en un abandono valorativo de las colecciones japonesas, de rótulo clásicas, e incluso contemporáneas, que en muchos casos, fueron sustraídas o llevadas impunemente a Europa y los Estados Unidos. Hoy, en una ironía casi angustiosa, pertenecen a coleccionistas privados o se han convertido en museos.
Esta situación preparó el terreno para la llegada de las academias a Japón, y con esto, la primera gran corriente del sobre qué del discurso del arte, ya institucionalizado, en la circulación de formas de relato precríticos: el arte es aquello que se produce, circula y se contempla en los límites de la academia, y es aquello que puede ser indagado únicamente desde repertorios formalistas, y desde un punto de vista estético, desde categorías ónticas de sesgo platónico. Miyake Setsurei, por ejemplo, escribe una apología en 1891 titulada “Los japoneses: su verdad y su belleza”, defendiendo la espesura conceptual del arte japonés, pero bajo criterios filosóficos de una tradición europea, griega clásica, esto es, sobre la obra en tanto que partícipe de la Verdad, la Belleza y el Bien. Contemporáneamente a este autor, Ernst Fenollosa, Okakura Kakuzó y Kuki Ryúichi fundan agrupaciones (Ryúchikai, 1878), revistas especializadas y centros interesados en la revitalización y reencantamiento por el arte japonés, como exposiciones (Naikoku Kaiga Kyóshinkai, 1882) en vistas a los conflictos epistemológicos que atraviesa con las políticas holísticas de la academia, y a su vez, con la búsqueda de la utilidad del arte para el gobierno, el discurso excluyente del nacionalismo. Si nos trasladamos un poco hacia atrás, en 1876, es cuando se inaugura la primera academia oficial de arte, Kóbu Bijutsu Gakkó, con profesores italianos para las cátedras principales: Edoardo Chiossone y Antonio Fontanesi en pintura, G.V. Capelletti en arquitectura y Vicenzo Ragusa en escultura. Esta primera vertiente de producción de relato sobre el arte y su espacio ideológico, ha tenido repercusiones hasta la actualidad en la crítica de arte y en la historia del arte, sobre dos consideraciones conceptuales: la primera, de carácter teórico, que es considerar la historia del arte japonés como la historia del formalismo de las obras, -y muy ligada con la auge de la arqueología, la sociología- clasificada según sus soportes, técnicas y repertorios de administración del espacio, a la par que se yergue sobre una posición idealista hegeliana sobre las fases dialécticas del concepto de estilo. Como mencioné, muy familiarizado también con la arqueología, incluye el tratamiento de ciertos objetos como obras de arte, tocantes a estados prehistóricos, además de instaurar mecanismos de asociatividad con el nacimiento de los museos modernos. En lo que respecto al idealismo, ello es originado en la instrucción de pensadores japoneses en filosofía idealista alemana, francesa e inglesa, en cursos de becarios otorgados por el gobierno japonés. La segunda cuestión apunta a que el relato crítico, y la futura disciplina historiográfica del arte, considera a priori que la producción artística está realizada por “artistas”, en su definición convencional europea, y por tanto, el discurso que posibilita la emergencia de las obras, está definido fundamentalmente por el intelecto del autor y los problemas visuales que él está resolviendo. En consecuencia, la dimensión política, religiosa, jurídica o social no entra en la problematización sobre los paradigmas gravitantes a la hora de establecer los criterios semánticos e ideológicos de producción de obras. En otras palabras, la historia del arte se transforma en una historia de los artistas, o una historia biográfica del arte. En suma, la modernidad del siglo XIX, puede leerse también desde el abismo que resulta de la separación de la producción cultural de la sociedad, entendida como una experiencia cotidiana sincrónica, para ser reducida a la experiencia individual, casi anacrónica, del sujeto frente a la comunidad.
Ahora bien, argüir la institución del discurso sobre el arte sobre los lineamientos conceptuales de la academia, como el formalismo, una visión dialéctica sobre el estilo, y el enaltecimiento de la noción de artista, sin bien reducen o limitan la definición sobre lo que caracteriza y discursivamente está imprimido en una obra, le otorga un sentido a la intuición convencional japonesa de la experiencia estética, y clarifica mucho más los límites operantes del Arte (esto es mucho más que decir la frase “el arte está inscrito en la vida”), por lo que es viable de analizar si atendemos al impacto simbólico que tiene la academia de arte europea, así como el peso gnoseológico que tiene la figura del artista desde el siglo XV, aunque no resuelve los matices, a veces contradictorios, con los que la sociedad japonesa afronta este proceso tensionante con la modernidad del siglo XIX. Una razón de peso para sostener la laguna de conocimiento que se tiene sobre el tema, son las transformaciones internas por las que están atravesando las academias en Europa, principalmente Francia y Alemania en el siglo XVIII.
Por la escasa información que se tiene a disposición, se sabe que los japoneses visitaron un indeterminado número de academias italianas y francesas, pero no se sabe si arribaron a otras dentro del territorio europeo. No obstante, y de acuerdo a lo que se declara en la crítica de arte y filosófica japonesa en el siglo XIX, seguramente hay una fuerte influencia del pensamiento romántico alemán, en la figura del genio. Éste sería la segunda gran vertiente de construcción de discurso limitador, y silencioso, sobre historia del arte en Japón. Sólo quiero precisar brevemente esta coyuntura y los alcances que tiene en la conformación de saberes disciplinares con los que se ha interrogado el fenómeno artístico nipón. Las campañas antiacadémicas comienzan en Europa en 1790, y con su auge después de 1810, sobre un profundo cuestionamiento y escepticismo respecto al tipo de instrucción que recibía el estudiante, tanto en las academias francesas y alemanas (programas mecanizantes de la creatividad individual de los artistas): reivindicaciones muy a la par del pensamiento de Voltaire y Diderot, por cuanto ningún poder externo al individuo debe y puede restringir a la subjetividad, aquí entendida como la voluntad de saber y ocasión de la emergencia del artista autónomo. Esto significó un alejamiento del arte como instrumento al servicio del Estado (y la jerarquización de la pintura de Historia como la más importante, de allí hacia abajo), y la concepción defendida a ultranza que el arte no se sirve de, a y para ningún poder político, ideológico o clase social. La libertad que se confiere el artista para trabajar desde su subjetividad, su sentimiento, término romántico de la materia que conforma al genio, es el sello de un proceso de autonomización de los campos de acción del arte. Sin embargo, lejos de una visión filosófica, los programas de las academias no sufrieron grandes cambios. Podría pensarse que llegados a este punto, las academias deberían ser abolidas, pero debido al Arts and Crafts inglés resurgen como revitalización del trabajo gremial y el auxilio de la industria para el propio hombre y la sociedad. Esta posición de comienzos ya, del siglo XX, no cuajó totalmente en Japón, y prontamente, el gobierno japonés dejó de prestar el interés inicial en el arte como un dispositivo político, propagandístico de la nación. Es, sin embargo, la corriente romántica en el pensamiento estético, el que constituye, a manera de síntesis dialéctica, la tercera constelación sobre la que se dispone la crítica y la historia del arte para indagar el fenómeno del arte. ¿Alguien se ha preguntado por qué los libros de historia del arte periodizan solamente hasta el siglo XIX, y piensan esos periodos como estilos, es decir, discursos cohesionados de interpretación sobre el arte y sus fenómenos? Una buena manera de aproximarse a ello es sobre esa autonomía conquistada del habla del artista respecto a lo social, y el desgaste de las lecturas interpretativas de las obras asociadas a las políticas de los museos.
Por otra parte, y a modo de respuesta cerrada a esta dicotomía, Okakura, quien se considera el padre de la estética y la crítica de arte en Japón, está pensando el problema de la confrontación de modernidad y tradición por medio de un sincretismo, esto es, la comunión entre la técnica heredada del convencionalismo, el lenguaje ya prefijado por la sociedad y desde donde se ha significado la realidad, o un punto de vista místico o animista, y la noción revolucionaria de un sujeto que también construye realidad, como lo es la categoría del genio-creador. O sea, por lo menos en este apartado, perdura un carácter transcendental del artista, en lineamientos de una posición sublime y activa en el relato de la crítica como ejemplo a seguir, tanto técnico, teórico, moral e ideológico. Esta postura va muy articulada a la consideración del discurso sobre la historia del arte como historia de biográfica de los artistas, pero arguye los razonamientos a través de un uso del lenguaje, más bien lírico, o por lo menos que permanece abierto a variadas interpretaciones y por sus formas de enunciación. Por ejemplo, al referirse el relato a “personalidad artística”, “sentimiento estético”, “trazo vibrante”, en fin, expresiones grandilocuentes de un análisis experiencial de la obra que pasa por encima, nuevamente, de las condiciones sociales, culturales e históricas de su elaboración, para encarnar en la experiencia ahistórica que se reduce a un gusto particular. No curiosa, sino causalmente, este tipo de discurso se haya de manera muy frecuente en la construcción de lecturas analíticas-interpretativas sobre la base de catálogos museales contemporáneos.
Para ir cerrando esta ponencia, quisiera resaltar una última cosa. Como se ha podido constatar, y ni de lejos resolver, es el hecho que con los criterios sobre los que la historia y la crítica del arte se han edificado en Japón, no solamente por los mismos japoneses, sino por discursos disciplinares extranjeros, las investigaciones que producen resultados sobre historia del arte son demasiado constreñidos respecto al fenómeno artístico que estudian. Pareciese ser que lo que nosotros revisamos como historia, teoría o crítica del arte japonés, no es más que una historia de ciertos artistas, ciertas escuelas, orientadas en la expresión de un proceso creativo constante de genialidad y sublimidad operante. El impacto negativo principal, es la suposición errónea que la historia del arte solamente se encarga de estudiar obras de arte. La historia del arte estudia, además, otros fenómenos como son la dimensión iconográfica, la experiencia estética, la inscripción de la imagen, etc. Todas ellas no constatan en las investigaciones divulgadas, salvo, como es obvio, en circuitos académicos cerrados. A modo de ejemplo de los límites del relato, y la reducción radical de los fenómenos del arte, en mi investigación doctoral, he intentado sacar a superficie una nueva lectura acerca del Ukiyo-e, el grabado japonés. Oficialmente se ha leído como un soporte laico, fuera de los territorios de la religión, la política o lo estrictamente cotidiano, festivo. Sin embargo, al ir explorando desde la filosofía los debates de los intelectuales japoneses entre los siglos XVI, XVII y XVIII, el problema de la mitología sale a relucir, y cómo ésta se encuentra profundamente gravitante en la vida cotidiana del japonés. Más aún, brotan acontecimientos que explicitan que los grabados japoneses están circulando por los templos como ofrendas, imágenes de culto, panfletos para las peregrinaciones, etc.; y no solamente aquello, sino que en los imaginarios colectivos, los sistemas de lenguaje construyen la imagen con un cierto sentido y orden semántico, que están a su vez están asociados a estructuras rituales, relaciones entre lo sacro y lo profano, entre hombre, ser, ente y mundo. La diferencia está en el medio en cómo se elaboran y cómo ésta se convierte en experiencia estética, lo que no ha sido desarrollado. Por tanto, el espectro fenomenológico de un grabado japonés es de un caudal inacabable, pero no recogido por el orden disciplinario por estos agentes de control y cohesión, que ya he mencionado a lo largo de la ponencia. En consecuencia, la complejidad de una obra y su contorno, no es reducible a la categoría del artista, ni mucho menos a un tipo de relato historiográfico convencional que ha tratado el arte como un mero catálogo de colecciones, y muy por el contrario, debe poner en relieve el debate interno de la disciplina sobre los modos epistemológicos que está utilizando para construir conocimiento, en este caso, sobre el arte, sus instituciones y sus límites. Claro está, es una tarea pendiente de los japoneses, y esta ponencia solamente pone en la mesa las lagunas y los territorios de lo que no se sabe en el debate historiográfico del arte. Nosotros, los occidentales, lamentablemente, nos reducimos como el arte, a ser simples observadores.

«Anónimo». Formato: fotografía. Autor: Ogawa Kazumasa . Año 1900.

martes, 18 de junio de 2013

Una aproximación al problema categorial del Arte y su institucionalidad en la modernidad japonesa del siglo XIX: el desde dónde y el sobre qué se produce la historia del arte. (Parte 1)



Este ensayo fue leído en el seminario "La sociedad japonesa: Modernidad y Tradición", el 16 de junio de 2013 en el Instituto Cultural Chileno-Japonés.
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“La vista llega antes que las palabras. El niño mira y ve antes de hablar. La vista es la que establece nuestro lugar en el mundo; explicamos ese mundo con palabras, pero las palabras nunca pueden anular le hecho de que estamos rodeados por él. Nuca se ha establecido la relación entre lo que vemos y lo que sabemos”.

“La mistificación tiene poco que ver con el lenguaje utilizado. La mistificación consiste en justificar lo que de otro modo sería evidente”.
John Berger. Modos de ver.

Pienso, como un primer momento reflexivo en esta ponencia, que la tensión dialéctica entre modernidad y tradición en la historia japonesa es una problemática irresuelta, azarosa, o más bien una empresa suspendida en términos gnoseológicos a propósito del relato oficial que ha instituido la disciplina historiográfica, filosófica, desde el instante mismo que ha ingresado a los umbrales de la reflexividad en los pensadores japoneses: ciertamente, y dentro de los límites lingüísticos, geográficos que a mí me corresponden, yo no he conocido investigaciones que den cuenta que, en efecto, el tratamiento discursivo de una categorización de “tradición” -esto es, de manera muy preliminar, un conjunto de elementos, procedimientos, rituales, de carácter simbólicos, materiales, conceptuales, técnicos, lingüísticos, en fin, dicho dilatadamente, culturales, que otorgan la especificad de un habla propia, o un discurso heredado en el sentido de un patrimonio identitario que manifieste la forma de habitar mundo de un pueblo- no es posible de plantear y ejercer libremente en un horizonte heurístico, asociado a problemáticas de las ciencias sociales y humanidades en Japón. La razón es que, como ha relatado la historia, el archipiélago japonés a lo largo del tiempo ha sido el campo fértil de numerosas migraciones demográficas, una espesura de reposicionamientos culturales venidos desde el continente, ya sea en su prehistoria, por ejemplo desde el arribo de la cultura Jomon (11.000 a.C.), luego desplazado, aparentemente hacia el norte, Hokkaidō, por la cultura Yayoi (200 a.C.), o bien las metamorfosis sociales mancomunadas a las nuevas vertientes religiosas y filosóficas provenientes desde China, y las que, de alguna manera, han supuesto implícitamente en el relato historiográfico, el sello de una superación positivista o desligamiento por oposición a un estado anterior obsoleto, generalmente interpretado en lineamientos de una lectura mistificada o peyorativa del pasado. Lo nuevo anula, segrega, prohíbe, redistribuye. Desde la constelación conflictiva de un concepto de tradición, el relato de la historia ha opuesto el de modernidad como una contraparte epistemológica, o nueva episteme con un sesgo emancipador. Se ha implantado, si se quiere, una fenomenología de la novedad en el relato. Si atendemos a estos indicios –aunque aquí mínimos- en la historia japonesa, se hace difícil formular la noción de un tradición japonesa que de testimonio consistentemente del conjunto de rasgos reguladores que puedan caracterizar un modo singular de ser de lo japonés, salvo, que se interpele ese concepto investido de herencia cultural, sobre la base de un constante proceso transhistórico de configuración sistemática y progresiva de discursos coactivos de significación o espacios de institucionalización de saberes entre conjuntos teoréticos oposicionales, es decir, una tesis como ésta puede tener rendimiento sólo cuando tengamos la posibilidad afirmar analíticamente que no ha habido una, sino que muchas “tradiciones” y muchas “modernidades” situadas sincrónica y anacrónicamente en la historia japonesa.
A la luz de una producción enciclopédica, u holística de la historia japonesa, a modo de compendio que llega a nuestras manos, y en las que, por ser de alguna manera –lo digo arbitrariamente- la manifestación del estrato más superficial del debate disciplinar de la historiografía (quizás, desde un análisis del discurso, es allí donde el poder ha ejercido toda su violencia), sobresalen dos puntos que deben ser rescatados, a colación de una forma particular de relato, ésta, nombrada abiertamente como “ historia general de los pueblos”, en cuyo orden de significación y enunciamiento, su discurso se encuentra plenamente instalado y, de manera negativa, abandonado de toda crítica. Por una parte, debe estar patente en la discusión sobre la modernidad, que la connotación de “tradición” en la cultura japonesa se ha establecido a partir de contrastes con otras fuentes de conocimiento, las que han llegado al archipiélago con el rótulo universal de “vanguardias”, vale decir, desde la posibilidad teorética de incorporar la ocasión de nuevos paradigmas, o acontecimientos de novedad dentro de la especificidad de cada saber. Ello, y sin pretender tampoco ninguna lectura teleológica sobre el asunto, la cultura japonesa se ha actualizado en una reiterada confrontación de un estado central, corporativo de producción de sentido y un repertorio paradigmático que lo transciende deslegitimándolo, anclado a un ejercicio político (bajo la forma de un sistema cortesano, señorial, religioso, mitológico, etc.), quien dictamina desterrarlo de la praxis, diezmarlo, o bien, lo integra sincréticamente. Un buen ejemplo del primer caso es la historia del cristianismo en Japón, con la llegada de su autoproclamado discurso verdadero, la primera persecución, poco después, en 1597, hasta el acontecimiento de la rebelión de Shimabara en 1638 aproximadamente. Por el contrario, en el segundo escenario un momento llamativo es el budismo, que sin fundarse absolutamente como la nueva religión de Japón, sí actualizó las redes de reflexividad y de relación entre el ente, la comunidad y el poder político con lo nouménico, originario en el Shinto. Inclusive, a modo de un tercero excluido, en algunas sectas budistas mezclaron imaginarios religiosos con el sintoísmo, el taoísmo o el confusionismo, como son las prácticas rituales dinámicas que se realizan en el monte Koya, Haguro, etc. En otras palabras, allí hubo una ampliación profunda de los campos de significación y simbolización de un tipo de saber o lenguaje ya establecido, bien a través de en un proceso de sincretismo y neoculturación. En un segundo nivel de acercamiento, se deja al descubierto que la categoría de modernidad no es un punto específico dentro de la historia, sino que es transversal al propio relato que ha circulado acerca del pueblo japonés, y que la misma historiografía ha proliferado en términos descriptivos de “progreso”, “optimización”, “nuevas verdades” y otros calificativos, que en síntesis, dan cuenta de la experiencia de una transformación en la sociedad y el individuo favorable a sus necesidades e intereses. El problema del “otro” es una puerta de investigación sobre estas categorías, que muy a mi pesar, por lo menos en la historia japonesa tiene características ontológicas.
A primeras aguas, quiero dejar una advertencia establecida: la confrontación de modernidad y tradición en Japón tampoco debe ser pensada únicamente como un hecho histórico diseminado en múltiples puntos críticos, sino desde una consideración sobre el orden de los discursos que sostienen la experiencia del individuo entre el deber-ser y lo que es, vale decir, la puesta en escena de un relato anacrónico de revisión antropológica y metafísica de un sí mismo y la sociedad como imaginario conjunto.
A partir de estas breves reflexiones sobre el binomio de modernidad-tradición, y los pliegues que ha tenido la construcción de un tipo de relato sobre el fenómeno, quería proponer y orientar la discusión hacia lo que sucede con el término “arte”, las implicancias teóricas de su traspaso a Japón, bajo el prisma de la instauración de las academias, sus programas, el debate entre artista y artesano, sus relieves y proyecciones disciplinares en los comienzos de la crítica de arte japonesa, la estética y, eventualmente, ciertas bases epistemológicas en que se apoya la historia del arte japonés más próxima.
Para ello, mi punto de partida y periodo es el siglo XIX, específicamente desde la Restauración Meiji, en 1868. Dicho de forma casi grosera, en este ponencia quiero desarrollar una pregunta que apunta a discernir los criterios generales que intercedieron en los disputas acerca de lo que es o no es arte –y lo que es y no es arte japonés-, las circunstancias que posibilitaron –incluso como resabio hasta el día de hoy- ciertas metodologías y repertorios analíticos sobre el arte japonés, disciplinares de una relativa historia del arte, y la ausencia, desde la filosofía, de dimensiones de exploración acerca de las obras japonesa como sus medios de inscripción. Así, simplemente, el por qué se dice lo que se dice del arte japonés, el desde dónde se pronuncia el habla disciplinar, y el por qué, antes que cualquier relato, ya poseía un discurso distintivo bajo la calidad de arte, la que se orienta, a su vez, primordialmente, en el marco de la institucionalidad artística (academias, museos, exposiciones, galerías, etc.), vale decir, el sobre qué se habla en el discurso de la historia del arte japonés.
La restauración del poder imperial, y la apertura de Japón al mundo occidental, significó una etapa de tecnificación acelerada de la sociedad. Una imagen de fecundidad industrial y económica. De esto ha dado cuenta suficientemente las investigaciones acerca de las trasformaciones urbanísticas, mecánicas, comerciales y jurídicas del Japón en la segunda mitad del siglo XIX. Así también, aunque tal vez en una menor medida, aquellas relacionadas con los cambios de la moda, la coyuntura en los espacios de la literatura, los espacios de festividad y sociabilidad, la recepción y circulación de las imágenes, es decir, de todo aquello que agrupa lo que podríamos definir como el gusto y la producción visual epocal. Sobre las causas que llevaron a esta situación singular en la sociedad japonesa, y dejando a propósito en suspensión aquellas encadenadas a argumentaciones de carácter fundamentalmente belicista, nacionalista, o estrictamente económica o política, me gustaría insertar una de raigambre filosófica: a través de los sectores intelectuales del Japón del siglo XIX, y cuyo discurso comienza a gestarse tenuemente en el intercambio con los holandeses en el periodo Edo, aparece un movimiento filosófico de oposición acérrima a la tradición cultural, entendida como discurso de control desde la herencia religiosa y moral japonesa, lo que establece, por consecuencia, el desvanecimiento radical por la pregunta por el ser, y en cambio, germina una posición racionalista de concepción materialista de mundo. Una de sus figuras fundadoras es el astrónomo y filósofo Banto Yamakata (S. XVIII), con su crítica negativa a los modelos de conocimiento cosmogónico chino, y posteriormente Nishi (S. XIX) desde el campo de la sicología y los estudios inaugurales de la siquis humana. En otras palabras, el japonés deja de interrogarse por la realidad y a sí mismo en términos metafísicos, para colocar en escena un racionalismo cientificista, que deviene en la instauración de eventuales discursos disciplinares de vertiente positivista, y por ello, un alejamiento paulatino de las fuentes referenciales convencionales –tanto japonesas co,o chinas- y formas de interrogación y enunciación del mundo.
Esta tesis que principia, y que en el fondo subraya una nueva epistemología en la producción del saber, inaugura a su vez, nuevos tipos de formulación de preguntas a los objetos –materiales y teóricos- culturales. Bajo este cuerpo prismático, se origina la pregunta por el arte, no en palabras de una esencia trascendental de la obra artística, sino del discurso, o del habla teórica que legitima la producción artística como un saber de control del azar y sometimiento del acontecer de la obra, y en ello, una forma de construcción teórica, pensando desde la funcionalidad del objeto arte y la emancipación de la figura del artista. Estos dos rieles de apreciación del fenómeno artístico están conectados a la revisión de los programas de las academias europeas por los japoneses, y el rol del artista como agente activo en los procesos sociales del viejo continente.

«Shinbashi, Tokyo». Formato: fotografía. Autor: Desconocido. Año 1890.