«El elefante».
Autor: Suzuki Harunobu.
Formato: Chuban.
Dimensiones: 25 x 20 cm. Año: 1770. Ukiyo-e,
tema Bijin-ga. Periodo
Edo (1616-
1868).
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Ahora, teniendo en mente estas imágenes de la mujer, tanto
en la representación tácita del mito y en su vertiente más animista en la
prehistoria japonesa, como su contraparte en la fotografía de estudio, podemos
proyectar esta operación, de un modo mucho más sutil, en el género bijinga
(mujeres hermosas) de la estampa japonesa. La presente obra Suzuki Harunobu,
lleva por título “El elefante”, curioso nombre, pero en efecto el centro
gravitacional del sentido semántico de la composición. Aquí la figura no apela
directamente a la narración de un mito, pero sí se vincula a un discurso metafísico
de la línea budista. Suzuki Harunobu generalmente usaba modelos de mujeres de
la zona de Kansai, cerca de Kyoto, mostrando un tipo de mujer más frágil,
suave, pequeña, circunscrita a un espacio mucho más aristocrático. Por ello, y en
consecuencia, la mujer aparece leyendo, demostrando sus competencias
intelectuales, aparentemente en un espacio de intimidad, una habitación tal
vez. No obstante, el giro simbólico que posibilita el salto hacia una
sugerencia de lo sacro, se precisa de dos maneras complementarias: la primera,
a través del símbolo de las flores, que revelan la naturaleza juvenil de la
representada, pero también su vinculación con los cambios de las estaciones;
primavera y otoño (si consideramos los adornos vegetales del kimono), dos de
las estaciones más agradables para el pueblo japonés. Aquí la mujer se presenta
como una parte de la naturaleza, se extravía en ella, es un fragmento, una indelimitación,
pero también la misma naturaleza posee un carácter femenino, en las curvas de
las flores que emulan el gesto y la pose de la retratada.
En ambos casos, podemos afirmar que lo que prevalece es el
gesto del erotismo del cuerpo como insinuación de aquello que no está al
descubierto. La segunda manera de sugerir la dimensión sacra, es mucho más
evidente: ella está sentada sobre un elefante blanco, símbolo del budismo
traído desde la India que representa la sabiduría, la inteligencia y la
paciencia. El elefante acusa recibo de una condición sagrada, alegórica, que
revela con su presencia un aspecto misterioso y oculto de su acompañante; una
segunda lectura, mucho más incisiva, de los sentidos que se extraen de la
acción de leer un documento, como lo hace la cortesana. Así, en efecto, la
representación de la mujer se sirve de atributos, signos, que configuran las
coordenadas del aparecer del imago de la mujer y lo femenino. De otra manera,
el atributo, ya sea un símbolo, un detalle, y a un nivel elemental, un signo,
es siempre un indicio de una realidad inconmensurable y parcialmente velada. Julien
Ries señala que un símbolo es “un signo
de reconocimiento”[1],
un significante que sugiere significados en una red de relaciones definidas
históricamente. Por lo tanto, la aparición de la hierofanía en la estampa
japonesa, no se traduce en la intención de una narración de corte mítico,
sagrado, sino más bien en la correspondencia compositiva, organizativa de los
elementos visuales que entran en juego en una trama dispuesta para ser leída
como una experiencia que te impulsa a un salto hacia la sensación de infinito,
o en último término, hacia algo que transgrede una significación literal de la
representación. Roland Barthes lo entiende así “el mito no se define por el objeto de su mensaje, sino por la forma en
que se lo profiere; sus límites son formales, no sustanciales”[2].
«Geisha arreglando su cabello». Autor: Kitagawa Utamaro.
Ukiyo-e.
Periodo Edo
(1616- 1868)
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Análogo caso es esta obra de Utamaro donde
es el kimono, la ornamentación floral que dispone cada cortesana, el que regula
la personalidad de casa mujer y la vincula con las estaciones, los cambios del
tiempo y la fugacidad de la existencia. Fíjense con atención que las líneas del
kimono cruzan justamente por las zonas eróticas de la mujer: el cuello, el
busto, el ombligo que está oculto, las muñecas y las manos.
«Mujer con los pechos desnudos».
Formato: fotografía. Autor: Raimund
von Stillfried.
Dimesiones:
23.2 x 28.5 cm. Año: 1870.
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Desde otro punto de la cuestión, la fotografía no necesitó ocultar nada al
lente. Si bien estaba prohibido el desnudo fotográfico, cuyas razones no
alcanzaría a desarrollar en esta ponencia, en tanto que plenamente argumentado
su ocasión, los fotógrafos hicieron desnudos en grandes cantidades, incluso
imágenes pornográficas que distribuían ilegalmente. La concepción de la
fotografía como el instrumento que podía captar la realidad tal como era, fue
el discurso que prevaleció durante décadas, con las implicancias que saltan a
la vista: las lecturas que se pueden realizar a una composición se limitan, en
la mirada contemporánea a su ejecución, a un recuadro literal de lo que
acontece en la placa. Toda la densidad del fenómeno temporal, histórico, del
transcurso de una acción y su profundidad como gesto humano cargado de
significaciones, queda registrado como una dramatización objetiva, anacrónica,
al descubierto en su totalidad: “la
fotografía se halla en la encrucijada de dos procedimientos completamente
distintos; uno es del orden químico: es la acción de la luz sobre ciertas
sustancias; el otro es del orden físico: es la formación de la imagen a través
de un dispositivo óptico”[3].
«Hanazuma
de Hyõgoya ».
Autor: Kitagawa Utamaro.
Formato: Ukiyo-e,
tema Bijin-ga. Dimensiones:.
39 x 26 cm. Periodo Edo (1616-
1868). Museo Nacional de Tokyo.
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Pondré
solamente un ejemplo más para manifestar mi posición sobre la inscripción de la
mujer en la estampa japonesa, y cómo se articula su presencia, su función relacional
dentro de la composición y hacia dónde se propone orientar. Con esto, voy
cerrando mi ponencia. La siguiente estampa, de Kitagawa Utamaro, supone una operación mucho más sutil
con la composición del cuerpo femenino. En primer lugar, el efecto de intimidad
que otorga el encuadre. Del panorama infinito que se proyecta hacia el
horizonte, el artista ha segmentado la visión en una escena donde incluso el
foco de atención, la mujer, aparece recortado. Ha suprimido intencionalmente el
escenario donde se sitúa la acción, dejando únicamente un fondo plano. Este
recorte, me parece, es el primer indicio de la presencia de lo numinoso, en un
doble sentido: por una parte, en la separación de espacios, el privado, el
sacro, donde está la mujer como centro de la acción, y el profano, lugar del
observador y donde transcurre el tiempo, esto es, el puro movimiento. En lo
estático de la escena capturada (más bien diseñada) acude el acontecimiento de un
sentimiento por parte del observante. Lo sacro se manifiesta, desde un punto de
vista antropológico, como un elemento inherente a toda subjetividad. Cito a
Eliade “no es un momento de la historia
de la conciencia, sino un elemento de la estructura de la conciencia”[4], entonces,
nos conmueve la pose, la recepción de la cortesana al mensaje escrito en la
carta, a su propia perturbación. Utamaro, en cuestión, trabaja la emoción que
desprende el acontecimiento, y la mujer es, pues, el receptáculo visible de esa
impenetrable interioridad de un arquetipo ya completamente definido, la
cortesana, la geisha: “en todas ellas se
aprecia un carácter y actitud de ánimo diferente que las hace más reales y
cercanas”[5].
En segundo lugar, lo sacro es insinuado en la categorización del cuerpo,
específicamente en la contraforma de la pose y los dedos. El estar sentado para
los japoneses es un hecho normal, una costumbre más instalada que en occidente.
Para los japoneses estar sentado involucra el concepto de suwatte, que
significa estar equilibrado, en un sentido espiritual y moral. Si bien la
postura proviene de estar arrodillado delante de los nobles, la posición es
especialmente recta, erguida. Pero en esta imagen hay un desfase en este estar
sentado: se presenta una fractura que está dada por el escorzo de la pose, la
contraforma que se genera entre la pierna derecha de la cortesana, el brazo
derecho y la tensión de los dedos, los que se posicionan justo en el perímetro
del pecho. Los dedos son una extensión de los sentimientos de la persona. La
mujer, por ejemplo, cuando trabaja en el ikebana, los arreglos florales, su
arte consiste en transmitir sus sentimientos al receptor del arreglo en la
medida que el doblez que efectúa en cada rama es realizado por sus dedos,
imprimiendo una fuerza simbólica, llena de emotividad que se trasunta. De la
misma manera, aquí los dedos evocan esa intranquilidad, la pérdida de la
estabilidad que complementa la apertura de la rectitud de estar sentado.
En consecuencia, la sugerencia de un estado anímico
insondable es la manifestación del cosmos, la interioridad que guarda un ser
vivo, finito, el espacio sagrado que anida en todas las cosas y que la mujer,
como motivo relacionado íntimamente con la naturaleza, ha sido expuesto en la
historia del arte japonés. Todo este sondeo de la administración de la
superficie, conduce a un único estado de translimitación, Mono no aware,
término usado en el siglo X y que, si no en su sentido literal, es recogido
indirectamente en el periodo Edo, esto es, la infinita compasión que cada uno
de nosotros, como entes, debe poseer por todas las cosas en tanto que el
universo en la multiplicidad. Así, finalmente, la mujer, pues, se transforma en
una hierofanía, el vínculo que hace posible y transmite esta experiencia
estética y moral de la finitud del ente con lo transcendente.
[1] Ries Julien;
Tratado de antropología de lo sagrado, Editorial Trotta, 1995, España, pág. 44
[2] Barthes,
Roland; Mitologías, Siglo XXI Editores, Argentina, 2008, pág. 199
[3] pág. 39
[4] Eliade,
Mircea; Fragments d’un journal, Paris, 1973 [Fragmentos de un diario, Madrid
1979],
pág. 315.
[5] Cabañas,
Pilar; La imagen de la mujer en el grabado japonés, En: Revista de
Estudios Asiáticos, nº2, Servicio de Publicaciones Universidad Complutense de
Madrid. Instituto Complutense de Asia, 1996, pág. 13