Este ensayo fue leído en el seminario "La sociedad japonesa: Modernidad y Tradición", el 16 de junio de 2013 en el Instituto Cultural Chileno-Japonés.
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“La vista llega antes que
las palabras. El niño mira y ve antes de hablar. La vista es la que establece
nuestro lugar en el mundo; explicamos ese mundo con palabras, pero las palabras
nunca pueden anular le hecho de que estamos rodeados por él. Nuca se ha establecido
la relación entre lo que vemos y lo que sabemos”.
“La mistificación tiene poco
que ver con el lenguaje utilizado. La mistificación consiste en justificar lo
que de otro modo sería evidente”.
John Berger. Modos de ver.
Pienso, como un primer momento reflexivo en esta
ponencia, que la tensión dialéctica entre modernidad y tradición en la historia
japonesa es una problemática irresuelta, azarosa, o más bien una empresa
suspendida en términos gnoseológicos a propósito del relato oficial que ha
instituido la disciplina historiográfica, filosófica, desde el instante mismo
que ha ingresado a los umbrales de la reflexividad en los pensadores japoneses:
ciertamente, y dentro de los límites lingüísticos, geográficos que a mí me
corresponden, yo no he conocido investigaciones que den cuenta que, en efecto,
el tratamiento discursivo de una categorización de “tradición” -esto es, de
manera muy preliminar, un conjunto de elementos, procedimientos, rituales, de
carácter simbólicos, materiales, conceptuales, técnicos, lingüísticos, en fin,
dicho dilatadamente, culturales, que otorgan la especificad de un habla propia,
o un discurso heredado en el sentido de un patrimonio identitario que
manifieste la forma de habitar mundo de un pueblo- no es posible de plantear y
ejercer libremente en un horizonte heurístico, asociado a problemáticas de las
ciencias sociales y humanidades en Japón. La razón es que, como ha relatado la
historia, el archipiélago japonés a lo largo del tiempo ha sido el campo fértil
de numerosas migraciones demográficas, una espesura de reposicionamientos
culturales venidos desde el continente, ya sea en su prehistoria, por ejemplo
desde el arribo de la cultura Jomon (11.000 a.C.), luego desplazado, aparentemente hacia
el norte, Hokkaidō, por la cultura Yayoi (200 a.C.), o bien las metamorfosis sociales
mancomunadas a las nuevas vertientes religiosas y filosóficas provenientes
desde China, y las que, de alguna manera, han supuesto implícitamente en el
relato historiográfico, el sello de una superación positivista o desligamiento
por oposición a un estado anterior obsoleto, generalmente interpretado en
lineamientos de una lectura mistificada o peyorativa del pasado. Lo nuevo
anula, segrega, prohíbe, redistribuye. Desde la constelación conflictiva de un
concepto de tradición, el relato de la historia ha opuesto el de modernidad
como una contraparte epistemológica, o nueva episteme con un sesgo emancipador.
Se ha implantado, si se quiere, una fenomenología de la novedad en el relato.
Si atendemos a estos indicios –aunque aquí mínimos- en la historia japonesa, se
hace difícil formular la noción de un tradición japonesa que de testimonio
consistentemente del conjunto de rasgos reguladores que puedan caracterizar un
modo singular de ser de lo japonés, salvo, que se interpele ese concepto
investido de herencia cultural, sobre la base de un constante proceso
transhistórico de configuración sistemática y progresiva de discursos coactivos
de significación o espacios de institucionalización de saberes entre conjuntos
teoréticos oposicionales, es decir, una tesis como ésta puede tener rendimiento
sólo cuando tengamos la posibilidad afirmar analíticamente que no ha habido
una, sino que muchas “tradiciones” y muchas “modernidades” situadas sincrónica
y anacrónicamente en la historia japonesa.
A la luz de una producción enciclopédica, u holística
de la historia japonesa, a modo de compendio que llega a nuestras manos, y en
las que, por ser de alguna manera –lo digo arbitrariamente- la manifestación
del estrato más superficial del debate disciplinar de la historiografía
(quizás, desde un análisis del discurso, es allí donde el poder ha ejercido
toda su violencia), sobresalen dos puntos que deben ser rescatados, a colación
de una forma particular de relato, ésta, nombrada abiertamente como “ historia
general de los pueblos”, en cuyo orden de significación y enunciamiento, su
discurso se encuentra plenamente instalado y, de manera negativa, abandonado de
toda crítica. Por una parte, debe estar patente en la discusión sobre la modernidad,
que la connotación de “tradición” en la cultura japonesa se ha establecido a
partir de contrastes con otras fuentes de conocimiento, las que han llegado al
archipiélago con el rótulo universal de “vanguardias”, vale decir, desde la
posibilidad teorética de incorporar la ocasión de nuevos paradigmas, o
acontecimientos de novedad dentro de la especificidad de cada saber. Ello, y
sin pretender tampoco ninguna lectura teleológica sobre el asunto, la cultura
japonesa se ha actualizado en una reiterada confrontación de un estado central,
corporativo de producción de sentido y un repertorio paradigmático que lo
transciende deslegitimándolo, anclado a un ejercicio político (bajo la forma de
un sistema cortesano, señorial, religioso, mitológico, etc.), quien dictamina
desterrarlo de la praxis, diezmarlo, o bien, lo integra sincréticamente. Un
buen ejemplo del primer caso es la historia del cristianismo en Japón, con la
llegada de su autoproclamado discurso verdadero, la primera persecución, poco
después, en 1597, hasta el acontecimiento de la rebelión de Shimabara en 1638
aproximadamente. Por el contrario, en el segundo escenario un momento llamativo
es el budismo, que sin fundarse absolutamente como la nueva religión de Japón,
sí actualizó las redes de reflexividad y de relación entre el ente, la
comunidad y el poder político con lo nouménico, originario en el Shinto.
Inclusive, a modo de un tercero excluido, en algunas sectas budistas mezclaron
imaginarios religiosos con el sintoísmo, el taoísmo o el confusionismo, como
son las prácticas rituales dinámicas que se realizan en el monte Koya, Haguro,
etc. En otras palabras, allí hubo una ampliación profunda de los campos de
significación y simbolización de un tipo de saber o lenguaje ya establecido,
bien a través de en un proceso de sincretismo y neoculturación. En un segundo
nivel de acercamiento, se deja al descubierto que la categoría de modernidad no
es un punto específico dentro de la historia, sino que es transversal al propio
relato que ha circulado acerca del pueblo japonés, y que la misma
historiografía ha proliferado en términos descriptivos de “progreso”,
“optimización”, “nuevas verdades” y otros calificativos, que en síntesis, dan
cuenta de la experiencia de una transformación en la sociedad y el individuo
favorable a sus necesidades e intereses. El problema del “otro” es una puerta
de investigación sobre estas categorías, que muy a mi pesar, por lo menos en la
historia japonesa tiene características ontológicas.
A primeras aguas, quiero dejar una advertencia
establecida: la confrontación de modernidad y tradición en Japón tampoco debe
ser pensada únicamente como un hecho histórico diseminado en múltiples puntos
críticos, sino desde una consideración sobre el orden de los discursos que
sostienen la experiencia del individuo entre el deber-ser y lo que es, vale
decir, la puesta en escena de un relato anacrónico de revisión antropológica y
metafísica de un sí mismo y la sociedad como imaginario conjunto.
A partir de estas breves reflexiones sobre el binomio
de modernidad-tradición, y los pliegues que ha tenido la construcción de un
tipo de relato sobre el fenómeno, quería proponer y orientar la discusión hacia
lo que sucede con el término “arte”, las implicancias teóricas de su traspaso a
Japón, bajo el prisma de la instauración de las academias, sus programas, el
debate entre artista y artesano, sus relieves y proyecciones disciplinares en
los comienzos de la crítica de arte japonesa, la estética y, eventualmente,
ciertas bases epistemológicas en que se apoya la historia del arte japonés más
próxima.
Para ello, mi punto de partida y periodo es el siglo
XIX, específicamente desde la Restauración Meiji, en 1868. Dicho de forma casi
grosera, en este ponencia quiero desarrollar una pregunta que apunta a discernir
los criterios generales que intercedieron en los disputas acerca de lo que es o
no es arte –y lo que es y no es arte japonés-, las circunstancias que
posibilitaron –incluso como resabio hasta el día de hoy- ciertas metodologías y
repertorios analíticos sobre el arte japonés, disciplinares de una relativa
historia del arte, y la ausencia, desde la filosofía, de dimensiones de
exploración acerca de las obras japonesa como sus medios de inscripción. Así,
simplemente, el por qué se dice lo que se dice del arte japonés, el desde dónde
se pronuncia el habla disciplinar, y el por qué, antes que cualquier relato, ya
poseía un discurso distintivo bajo la calidad de arte, la que se orienta, a su
vez, primordialmente, en el marco de la institucionalidad artística (academias,
museos, exposiciones, galerías, etc.), vale decir, el sobre qué se habla en el
discurso de la historia del arte japonés.
La restauración del poder imperial, y la apertura de
Japón al mundo occidental, significó una etapa de tecnificación acelerada de la
sociedad. Una imagen de fecundidad industrial y económica. De esto ha dado
cuenta suficientemente las investigaciones acerca de las trasformaciones
urbanísticas, mecánicas, comerciales y jurídicas del Japón en la segunda mitad
del siglo XIX. Así también, aunque tal vez en una menor medida, aquellas
relacionadas con los cambios de la moda, la coyuntura en los espacios de la
literatura, los espacios de festividad y sociabilidad, la recepción y
circulación de las imágenes, es decir, de todo aquello que agrupa lo que
podríamos definir como el gusto y la producción visual epocal. Sobre las causas
que llevaron a esta situación singular en la sociedad japonesa, y dejando a
propósito en suspensión aquellas encadenadas a argumentaciones de carácter
fundamentalmente belicista, nacionalista, o estrictamente económica o política,
me gustaría insertar una de raigambre filosófica: a través de los sectores
intelectuales del Japón del siglo XIX, y cuyo discurso comienza a gestarse
tenuemente en el intercambio con los holandeses en el periodo Edo, aparece un
movimiento filosófico de oposición acérrima a la tradición cultural, entendida
como discurso de control desde la herencia religiosa y moral japonesa, lo que
establece, por consecuencia, el desvanecimiento radical por la pregunta por el
ser, y en cambio, germina una posición racionalista de concepción materialista
de mundo. Una de sus figuras fundadoras es el astrónomo y filósofo Banto
Yamakata (S. XVIII), con su crítica negativa a los modelos de conocimiento cosmogónico
chino, y posteriormente Nishi (S. XIX) desde el campo de la sicología y los
estudios inaugurales de la siquis humana. En otras palabras, el japonés deja de
interrogarse por la realidad y a sí mismo en términos metafísicos, para colocar
en escena un racionalismo cientificista, que deviene en la instauración de
eventuales discursos disciplinares de vertiente positivista, y por ello, un
alejamiento paulatino de las fuentes referenciales convencionales –tanto
japonesas co,o chinas- y formas de interrogación y enunciación del mundo.
Esta tesis que principia, y que en el fondo subraya
una nueva epistemología en la producción del saber, inaugura a su vez, nuevos
tipos de formulación de preguntas a los objetos –materiales y teóricos-
culturales. Bajo este cuerpo prismático, se origina la pregunta por el arte, no
en palabras de una esencia trascendental de la obra artística, sino del
discurso, o del habla teórica que legitima la producción artística como un
saber de control del azar y sometimiento del acontecer de la obra, y en ello,
una forma de construcción teórica, pensando desde la funcionalidad del objeto
arte y la emancipación de la figura del artista. Estos dos rieles de apreciación
del fenómeno artístico están conectados a la revisión de los programas de las
academias europeas por los japoneses, y el rol del artista como agente activo
en los procesos sociales del viejo continente.
«Shinbashi, Tokyo». Formato: fotografía. Autor:
Desconocido. Año 1890.
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