viernes, 13 de noviembre de 2009

La del Kimono dorado


Llegué en la tarde al museo. Al MAC asistí con el objetivo de analizar una exposición en vivo. Crítica. Valoración. Y estimación. Allí me encontraría con una joven japonesa. Shishu. Tímida ella, esperando su oportunidad de deslumbrar. Una artista nipona en gira por sudamérica que venía a mostrar su arte. La caligrafía. El arte de la caligrafía. El shodo.


Esperaba su llegada en medio de muchos más. Amigos, conocidos y gente anómima. Una masa uniforme que desbordaba una pequeña sala, en ese momento, llamada auditorio. El aire enrarecido era un acompañante. Codos, brazos, piernas cruzadas. Sudor. Calor. Flash. Luz. Todos revueltos abanicándonos como aristócratas frente a un circo.  ¡Pero qué circo nos esperaba! ¡Qué evento nos deparaba esta joven asiática que hasta las guaguas dejaron de llorar!


Yo, que era masa compacta, quedé tirado en un pasillo. Mendigaba un espacio para existir. Allí, en ese pasillo determinado por la carne de otros, ella entró. Ella y su kimono dorado. Ella y las grullas, las flores, el oro y la seda. Miraba para todos lados. Reía. Porque no te esperabas aquel recibimiento. Ni tanto calor. Y yo, no me esperaba que pasaras al lado mío. Rocé, con el pie, la última parte de tu vestido. Yo te ví. Pero tú no viste. Porque soy invisible. Anómino. Masa. El sin identidad.


Nos hablaste de tu país, Shishu, de tu mundo. Escuchamos, casi como chiste, tus anécdotas. Tus vivencias. Pero el chiste más grande es que no terminamos de comprender totalmente tus palabras. Y, entonces, pasaste del papel de la viajera a la de  la profesora del pincel. Tinta y papel. Cinco y diez minutos. Nada más. Y la obra estaba hecha. Otros quince minutos. Y nos explicas el contenido de ella.


Aplausos. Flash. Y las cámaras a funcionar. Al lado mío, el director del museo mira lo que acontece. Él quiere pasar. Tiene un asiento reservado junto a la alta comitiva, los asistentes y la artista. Y yo quiero acompañarlo. Escabullirme. Colarme. Pero soy invisible. Para Shishu. Para Brugnoli.


Pasa Brugnoli entre un mar de brazos, piernas y cuerpos calientes. Luego el camino se cierra. Y soy ahogado. Nuevamente, vuelvo a la masa.


Entonces, llega el momento principal. La gran escena. El circo que todos esperan. La artista hace una performance. Pinta, traza, mancha, un enorme papel en el suelo. Entra y sale de él. Como si no hubiera fronteras. La superficie pictórica se pierde. El punto de visión también. La mancha se esparce. El trazo indefinido, aunque seguro, pasa firme. Pero no es Pollock. No lo es. Su gran pincel cubre el blanco del papel.


Así termina, luego de realizar un par de obras, la presentación. No era un circo. Era lo que decían varios. Pensaban para sí mismos. El sorteo comienza. Cambian las miradas y el pensamiento. Todos están nerviosos y ansiosos. Tu nombre escrito por Shishu. Mi nombre, tal vez, reconocido después de todo. Pero el 74 no es un número de la suerte. Y ella , la suerte, la fortuna, tampoco existe. No fuí seleccionado. Mejor el 75.


Todos se marchan. La masa se disuelve. Cada vez más particularizado entre los asientos vacíos. Pero anómimo sigo siendo. Mis amigos se van. Mis conocidos también. Quedo en la soledad del no lograr nada. Saco fotos de las obras tentidas en el suelo. En un celular. El registro del sin identidad.


Un sólo conocido. Un pequeño gran conocido. Cuando los cercanos ya no están. Él, representante de la Embajada de Japón. Y la oportunidad de la foto.  La foto con la artista. La foto del registro. La foto de la confirmación que tengo un objetivo. Una pasión. Y estaba nervioso. Como provinciano.  Un buen provinciano. Como un campesino que se alucina con la ciudad. Yo estaba, así, con Shishu al lado mío. Konichiwa y un hola. No hay más.  Porque otra cosa es imposible por ahora. Un saludo desde dos mundos diferentes. Y sin embargo, adoptamos la misma postura. Manos adelante. Casi como reverencia. Como iguales. Como cercanos.  La madre y el hijo. Y una sonrisa. Sólo en una foto. Sólo en un flash. Por un segundo. Y nada más.


Es un flash único, irrepetible. Benjamin erró. La foto es única.


Y como Donoso y su viejas, yo guardo este paquetito. Este pequeño paquete que es la fotografia. Afectada por las sombras, la falta de luz, la distorción, el desenfoque, la falta encuadre. Como las viejas, lo envuelvo. Lo guardo. Lo convierto en un imbuche. Para que nadie lo vea.  Así como estas viejas, verrugonas, guardo la fotografía debajo de la cama. Y en las noches lo saco, lo desenvuelvo, y lo vuelvo a envolver y guardar. Pero es un secreto. Te digo qué hay en la fotografía. Pero no su contenido. Y si lo encuentras y lo abres, no verás nada. Un envoltorio que no envuelve nada. Ni Shishu sabe lo que allí hay.


Porque soy un mal crítico de arte, un mal historiador del arte y un mal museólogo, no vi nada de aquello en la exposición. Y por esto escribo. Un texto que a nadie le interesa. Es un texto para mí. Porque este texto es también un paquete. Un imbuche. Yo ya no soy un anónimo. Aquí soy una vieja. La vieja que hace paquetitos por las noches de la mujer del kimono dorado.