domingo, 6 de julio de 2008

El puente reflejado de Tomomi Kunishige.


Las palabras tienen una belleza en su visualidad, en su sonido y en lo que ellas transmiten. Una palabra expresa mucho más que su significado, nos evocan imagénes y sensaciones que se escapan de su perímetro linguístico. La palabra, como producto del hombre y de su espíritu, se convierte en lo que llamo un espejo; espejo de una persona (su alma), espejo de grupos y comunidades (sus ideales, anhelos), espejos de espejos (relaciones entre sujetos) y, en fin, el espejo de una civilización (su cultura). Los japoneses cuidaron y pulieron sus espejos, los refinaron y adiestraron para reflejar sus almas. De aquel esfuerzo y amor por las palabras nació el shodo (書道), la manifestación más pura de la palabra y su significado. Es el arte de la palabra; la disciplina de la caligrafía. En el shodo se intenta expresar la belleza de los caracteres japoneses y derivados del alfabeto chino, no sólo en cuanto a su significado, sino también en la visualidad y ejecución de los mismos.


Tomomi Kunishige (國重 友美さん), una artista de 30 años, utiliza este arte de un modo especial: un puente entre las culturas o, usando mis palabras, una búsqueda de reflejos. Esta artista tiene la particularidad de trabajar el shodo de tal manera que el kanji (漢字) puede leerse tanto en japonés como en inglés. Es la misma representación, la misma imagen, el mismo concepto y, sin embargo, dos espejos diferentes. Esto trae interesantes observaciones. Por una parte, el problema del reflejo mismo. Me explico, aún cuando la imagen represente la misma palabra en códigos diferentes, el observador, en la mayoría de los casos, ubica su mirada en un lado del espectro, el suyo. Se refleja a sí mismo. Su consecuencia directa: el contenido permanece contenido. Vamos a la práctica, la palabra "flor" (flower en inglés y hana 花 en japonés) aunque evoque una imagen, ésta será diferente en cuanto significado tanto para el occidental como para el japonés. Reflejan culturas diferentes, reflejan perspectivas diferentes; pero tiene la gracia que el punto de proyección es el mismo: el shodo. Por otro lado, el puente está hecho, el espejo lo suficientemente pulido, pero hace falta cruzar ese puente y aprender a mirar desde el otro lado del espejo para que la obra de Kunishige esté realmente completa. Tomomi ha dejado esa falta, que no es en sí una, sino el espacio suficiente para que nosotros demos el paso de conocer lo otro, que no es más que un nuevo punto vista de lo mismo; de la misma palabra. Ese es el gran regalo de esta artista: conocer la otra versión, el otro reflejo, el otro extremo del puente. Y sólo se puede comprender reconociendo nuestras palabras, nuestro propio espejo y desde allí proyectarnos hacia el reflejo. Porque una flor no es igual para el japonés como para el occidental; sin embargo, el occidental puede conocer la flor nipona y el japonés acercarse a la flor de nosotros: sólo hay que cruzar ese puente, siempre pensando en el extremo opuesto.


Esta artista está creando un medio para acercar culturas, de eso no hay duda. Aquel medio es la palabra y toda la significancia que lleva. Pero su belleza como obra radica en dos cosas: una muy netamente japonesa, la caligrafía, y la otra, el significado que cada palabra hace fluir en el espectador. Si la intención es crear un puente, debo dejar, por fuerza mayor, un poco de lado la belleza nipona de la forma, pero dando el énfasis necesario que requiere el contenido. Porque la maravilla está justamente allí, en el conocer, por medio de las palabras, un nuevo sentido de las cosas. En la palabra "flor" nosotros debemos ver el kanji "hana," con toda su interpretación y todas sus connotaciones. Debemos oler la flor con el olfato emotivo del nipón. Y, por el contrario, el japonés debe ver en la palabra "flower" la mirada del occidental hacia la flor. Debe ser capaz de tocarla con nuestro tacto conceptual. Sólo así el trabajo de Tomomi será realmente fructífero.