«Casa y jardín en el gran
monasterio de Fujiyama, Omiya».
Formato: fotografía. Autor: Felix Beato.
Año: 1867.
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Muy diferente es el panorama de la fotografía que se desarrolló desde el
año 1848 con el daguerrotipo y finalizó con la primera fotografía tomada con
éxito en Japón en 1857. La mujer en este soporte sirve, en un comienzo, casi
exclusivamente como un personaje, un elemento constructivo de un escenario que
intenta retratar las formas de vida de las culturas en el mundo, luego
dispuesta para fines comerciales en la venta de postales. Así, en consonancia
con Barthes, “la fotografía repite
mecánicamente lo que nunca más podría repetirse existencialmente”[1].
Generalmente las vistas son panorámicas, propio de las posibilidades que podía
conceder el soporte en sus comienzos, y donde la mujer no adquiere notoriedad
ni se convierte en un elemento aglutinador de formas de sentidos en las
fotografías con fines antropológicos.
«Un picnic». Autor:
Hishikawa Moronobu. Formato: pergamino,
tinta
en
papel. Periodo
Edo (1616-
1868).
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Pero antes de ahondar en estas cuestiones,
debo señalar firmemente que este ensayo es desbalanceada. Mi intención es centrar
el debate en el grabado japonés, mientras que la fotografía resulta ser un
punto de distanciamiento, de contraposición a la tradición japonesa en el arte,
incluso si en el caso de la fotografía fuese obra de un japonés. La razón es,
tal vez, que a falta de fuentes y documentos conservados, aún no se ha podido
realizar una historia de la fotografía en Japón. Pues bien, dispuesto este
alcance, me gustaría introducir brevemente un marco general de la estampa
japonesa, conocida como Ukiyo. El nombre significa literalmente “pinturas del mundo
flotante y transitorio”, pero el vocablo comenzó a utilizarse en la edad media
japonesa desde la práctica del budismo como una referencia directa a un mundo “de penas e ilusorio y transitorio”[2].
En este sentido, se proponía al término una interpretación, según el discurso
budista generalizado en la sociedad por entonces, de la negación de las
emociones y la experiencia sensible.
¿Entonces, pues, es posible que en un contexto tan
secularizado como la fiesta del siglo XVII, una imagen pueda albergar un
componente altamente sacro, ritualizado? La respuesta es que es posible, y así
sucedió. Esto podemos presentarlo brevemente a través de dos proposiciones: la
primera, es que, recordando la célebre frase del shogun, Japón atraviesa un
proceso de resguardo e intensificación de sus tradiciones, en especial las
ligadas al sintoísmo, religión animista autóctona. Si reparamos en la vigencia
de estos cultos, nos damos cuenta que en el Ukiyo-e aparecen innumerables
grabados con paisajes que constituyen las rutas de peregrinación a los templos
para las festividades, pero lo más importante, es que en tanto un culto
animista, el mundo se instituye como un organismo vivo, como una cosa, que puede
ser eventualmente una divinidad o un objeto comunicante con lo sacro, en tanto
que éste se transforma en una hierofanía. Dice Mircea Eliade: “situado ante la hierofanía, o irrupción de
lo sagrado en el mundo, el hombre toma conciencia de una realidad transcendente
que da al mundo su verdadera dimensión
de perfección”[3].
Visión similar comparte el esteta japonés Tsudzumi Tsuneyoshi quien considera
adecuado el concepto de “indelimitación” para reflexionar una figuración
semejante a la hierofanía, puesto que cualquier objeto (en este caso de arte)
recoge la conciencia de lo sagrado -el cosmos- en un acto ritual –la creación
artística- y lo presenta materialmente a escala reducida, a la medida oportuna
de la finitud del ser humano. Así, señala: “la
idea fundamental de la indelimitación que consiste en ver lo infinitamente
grande, o sea el universo, en algo que en comparación con él es infinitamente
pequeño”[4].
Lo que estoy señalando, preciso, es que la mujer como motivo representacional
puede ser un objeto conducente en la estampa japonesa a una sugerencia de lo
infinito en los límite de la superficie del soporte, y compadecer como tal en
el espectador a través de la administración visual de sus atributos simbólicos
y semánticos.
«Vestimenta y peinado de las
geishas visto de espalda». Formato: fotografía. Autor: Desconocido.
Año 1890.
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Por su parte, la fotografía que entra en
escena en un Japón muy diferente, posterior, que ha abierto sus fronteras en 1860
a las grandes potencias occidentales por motivos de variada índole, pero que
han proporcionado como resultado un acelerado proceso de industrialización,
tecnificación y occidentalización de la sociedad. Cargado de un pensamiento
positivista, una búsqueda de la verdad a través del documento, la huella
material de la sociedad, la fotografía no intenta pensar sobre la base de una
hermenéutica de la obra de arte, o sobre las posibilidades semánticas del motivo
representacional y social de la mujer, más, como pueden apreciar en esta
fotografía, el interés recaía en registrar utensilios, formas de vida, objetos
distintivos de las culturas para diferenciarlas y catalogarlas: “la fotografía dice: esto, es esto, es asá,
es ta cual, y no dice otra cosa; una foto no puede ser transformada (dicha)
filosóficamente”[5].
Aquí la pose y la composición gravitan en el obi, un segmento del kimono que
para occidente resultaba llamativo, exótico en demasía. A discrepancia de las
escenas grupales en la estampa, la visión frontal de la mujer es remplazada súbitamente
por una orientación que se ajustara a los fines científicos del registro
documental, a la vez que a una estética comercial de compra de mercancías
exportadas de Japón.
«Yama-Uba
yKintaro».
Autor: Kitagawa Utamaro.
Formato: Ukiyo-e,
tema Bijin-ga. Periodo
Edo (1616-
1868).
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Demos nuevamente un salto al tema inicial y
veamos ahora un ejemplo concreto de la relación de la mujer con lo sacro en la
estampa: la mujer y el mito como motivos del grabado japonés. Esta estampa de Kitagawa Utamaro representa el mito de Yama-Uba y Kintaro,
la primera una bruja que amamanta a un niño de atributos divinos, el que tiene
una vida colmada de aventuras muy análogo a lo que correspondería a un hércules
en la tradición occidental. La mujer aquí se centraliza en el rol de la madre,
la maternidad y la benefactora: encuentra al niño y lo ayuda dándole el
alimento necesario para que prosiga con su propia historia. La composición no
está fundada en la aparición del niño, que es en efecto el héroe de la narración,
sino que sólo emerge desde una esquina para llevar a cabo la acción de la
lactancia. Es la mujer quien cubre más de la mitad de la lámina, sólo y en
tanto que amamanta. El centro de atención son sus pechos, que afirman un
erotismo de su naturaleza femenina, como también su ineludible condición de
madre. La mano izquierda de Kintaro, pues, sostiene el busto como si se tratase
de un lactante, un bebé que sólo requiere su alimento para sobrevivir, mientras
que el derecho aprieta el pezón en una actitud netamente sexual, que puede ser
pesquisada en el género shunga. La mujer, la bruja, se ve enfrentada a esta
ambivalencia en esta doble identidad sustancial: el ser biológico, carne,
deseo, y el ser sobrenatural, bruja, que es capaz de dar vida a través, por
cierto, de la reafirmación de su cuerpo erótico, sus pechos que proveen leche.
Figura Dogu.
Barro cocido.(1500-1000 a.C.). Japón.
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Al parecer, esta ilustración responde a una
antiquísima tradición, animista, donde la mujer estaba vinculada a los cambios
de estación, las alteraciones de la naturaleza y los efectos que ésta podía
ocasionar a las comunidades. Estamos hablando de la comprensión, ya sea de
manera analógica o de creencia, que la mujer tenía un componente sagrado, o por
lo menos sobrenatural, manifiesto a través de los cambios de su cuerpo. Esta
imagen, correspondiente al periodo neolítico japonés, da cuenta de esta
proposición. El ser antropomórfico, un tipo de escultura llamado dogu, con
elementos femeninos que aparece en pantalla, sería un amuleto de buena suerte para
las cosechas, el buen tiempo, la natalidad y fundamentalmente una idealización
de la fertilidad y la abundancia; un vaso comunicante entre la comunidad de
hombres y la naturaleza, el cosmos, lo inefable. Ejemplos similares de
estatuillas benefactoras femeninas también se encuentran en el territorio de
Europa.
«Una mujer bajo una fuerte lluvia».
Formato: fotografía. Autor: Kusakabe Kimbei.
Año: 1870-1880.
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Muy por el contrario, en este negativo fechado
entre 1870 y 1880 de Kusakabe Kimbei (activo hasta 1914), la mujer muestra una
nueva vertiente, aquella que padece la naturaleza, se enfrenta a ella y se
opone sin lograr resultados satisfactorios. Pero no solamente nos podemos
referir a esto. Tanto en la estampa como en las estatuillas dogu, desde la
concepción de mundo del pueblo, estas obras no son representaciones, sino
presentaciones, configuraciones de mundos posibles y lazos directos y reales
con la transcendente. Así, la estatuilla tenía un poder sobrenatural, puesto
que allí encarnaba o habitaba un espíritu, mientras que en el grabado se
efectuaba la experiencia directa de la relación visual y sentimental del acto
sexual y amoroso con las cortesanas y las geishas a las que, en muchos casos,
por motivos económicos se les impedía visitar o entablar relaciones. La estampa
y la estatuilla es una ocasión donde acontece una acción entre lo presentado y
el receptor. En la fotografía nos preparamos para relacionarnos con un
artificio, “mantiene a través de su raíz
(el que es fotografiado, el spectrum) una relación con “espectáculo” y se le
añade ese algo terrible que hay en toda fotografía: el retorno a lo muerto”[6]. Estas
imágenes son hechas en estudio, por actrices, y en este caso el viento fue
producido a través de alambres que colgaban del kimono, la pose misma del
personaje, mientras que la lluvia encarnada por la ralladura del negativo con
un filo. La fotografía que se realizó en Japón, en consecuencia, rápidamente
pasó de ser un objeto del conocimiento a uno comercial. La venta de postales en
Europa alcanzó gran demanda entre la segunda mitad del siglo XIX y primera del
XX.
[1] La cámara lúcida, pág. 31
[2] Lane,
Richard. “Maestros de la estampas japonesa: su mundo y su obra”. Editorial
Herrero, México, 1962, pág. 10.
[3] Ries
Julien; Tratado de antropología de lo sagrado, Editorial Trotta, 1995, España,
pág. 14
[4]
Tsuneyoshi, Tsudzumi; El arte japonés: bajo los auspicios del Instituto Japonés
de Berlín, España, 1932, pág. 19
[5] Barthes,
cámara lúcida, 32
[6] Ibíd, pág. 39
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