El presente artículo fue leído en el Segundo Encuentro de Estudios de Asia y África, el 7 de octubre de 2011 en Santiago de Chile.
Es un profundo agrado para mí presentar esta ponencia en el
Segundo Encuentro de Estudios de Asia y África. Pomposo el título que versa,
pero una fullería. El ideal, la génesis, el quid
de un motivo es algo inevitable que se pregunta la historia del arte para intentar
argumentar las condiciones de posibilidad de una obra de arte en el transcurso
del tiempo, en este asunto lo que se designa como “paisaje” en el arte japonés
entre los siglos XIV y XVI. Pero este mismo pronunciamiento es una interrogante
sin respuesta definitoria a priori. Ciertamente, hay algo así como una obra de -o
del- paisaje, si por ésta pensamos la representación de un ambiente natural percibido
por los sentidos y organizado a través de la imaginación. Sin embargo, extrínsecamente
de los límites de nuestra razón se haya la concepción que viabiliza la
emergencia histórica de las pinturas y objetos decorativos alusivos a tal
cuestión. Entonces, sin una respuesta promisoria es una pregunta sin sentido
investigativo y conclusivo. Dicho de esta manera, podría dar por saldada esta exposición
sin embarazo alguno. Pero, es tal vez, verdaderamente, esto la base de la
cuestión: La concepción del paisaje entre el período Muromachi y Momoyama es meramente
la forma de un indicio que se muestra en la fulminación donde se esconde. Este
movimiento de traslación es lo que permanece ante la visión del observador, conformando
un paradigma particular de idealización del material de la visión. En esta
ponencia dispondré de algunas obras que considero representativas de este
evento, pero ello no quiere decir que el tema pueda ser contenido en este escrito,
ni articulado con la holgura que se requiere con tan escasas obras, por muy significativas
que sean. Tan solo resulta ser esta presentación una reflexión preliminar del
tema.
Cuando
Roland Barthes tuvo la ocasión de viajar a Japón, su admiración fue superlativa
ante la cantidad de signos que percibió en las formidables manifestaciones de esta
cultura. Pero este signo que observó lo definió como circulatorio; un continuo
desplazamiento de sus significantes a un lugar incógnito para la aprehensión del
sujeto occidental. Aquí había un juego furtivo: Ese lugar era inalcanzable como
“objeto”, incluso para los mismos japoneses. Entonces, pues, para el autor
francés el signo nipón se desdice así mismo de su identidad, no en la noción de
una ruina, un despojo de la integridad pretérita, sino en una pérdida constante
e infinita de su corporeidad. Barthes, al momento de escribir su libro “El
imperio de los signos”, en la primera página procuró su advertencia y su tesis cardinal:
“El texto no comenta las imágenes. Las imágenes no ilustran el texto: tan solo
cada una ha sido para mí la salida de una especie de oscilación visual, análoga
quizá a esa pérdida de sentido que el Zen llama un satori”. El paisaje es una
imagen, y siendo esto, también es un signo que posee un sentido. Yo hago aquí
la misma exhortación: Las imágenes que mostraré no ilustran ni fundamentan en
su principio puro, ni en su contrario, mis palabras respecto a una concepción
del paisaje, sino que exhiben el aparecer de la huida del significante y el
extravío del sujeto. Esto, aclaro desde ya, no es el carácter del cómo se
representa el paisaje en estos siglos en el archipiélago, pero sí da luces, a
través de la reflexión que comparto en esta ponencia, de la conformación de una
mirada particular de la visión japonesa.
Grilla Albertiana |
Deseo, en primer lugar, patentizar un punto que me parece importante, tanto
para mí, al momento de elaborar esta ponencia, como para el asistente que
estará en contacto con las obras de estos siglos: La visión no es un sentido
inocente. Es más, nosotros tenemos más de una visión, o mejor dicho, poseemos
varias miradas o formas de mirar. Según Erwin Panofsky, poseemos una mirada
retiniana, que recibe mecánicamente los objetos desde el entorno por una
estructura visual fisiológica. Aquí, la visión se desprende de dos ojos móviles
y un campo limitado de enfoque sobre la distancia. La segunda mirada, que me
produce un mayor interés, es la mirada construida, o la mirada perspectiva.
Panofsky señala que su función es “realizar en su misma representación aquella
homogeneidad e infinitud que la vivencia inmediata del espacio desconoce,
transformando el espacio psicofisiológico en espacio matemático”. Es decir, la
forma de mirada que empleamos no es puramente retinial, sino por sobre todo
cultural. Se labra esta idealización de la visión en la conformación de un
espacio infinito, constante y homogéneo. Considerando la tradición occidental
europea, el pilar fundamental de este postulado es el tratado de León Batista
Alberti. Sin ignorar otras formas de teorización de la visión anteriores al
siglo XV, desde Alberti la sociedad occidental se ha acostumbrado a una única
manera de ver: Una proyección donde el plano perspectivo es una abstracción de
la realidad de los sentidos, el resultado de una un solo ojo, exánime, que
traza hacia el infinito, el punto de fuga: Innumerables líneas que establecen a
los cuerpos una homogeneidad de conducta entre ellos y una constancia en la
valorización de las distancias. El paisaje, pues, como re-presentación de la
naturaleza, se establece en la tradición occidental en la imagen de una
abstracción y un ordenamiento usado como telón de fondo, un encuadre, para el
relato de la istoria. Esto corresponde a una forma de conocimiento matemático
del mundo que administra la superficie pictórica, organiza el modo de contar un
suceso, y se relaciona formalmente con el paisaje como si éste fuera una
“ventana” o un “mirar a través de”.
La perspectiva occidental, la forma de mirar de nuestra tradición, es la misma que hoy, en esta ponencia, seguramente intentaríamos aplicar para contemplar el paisaje japonés. Pido precaución. Pero establezco también la base de esta reflexión: Ernst Gassirer señaló que, tal vez, el mirar afuera, el entorno, la anchura en los límites de la visión, es aquella forma en la historia del arte mediante que un “particular contenido espiritual se une a un signo sensible, concreto, y se identifica íntimamente con él”. Entonces, verdaderamente Panofsky ha dado en el clavo cuando comprende que no importa si este sistema de observación de la naturaleza, el objeto-real que se filtra ante nuestros ojos, tiene o no tiene perspectiva, sino que es deliberar acerca del valor simbólico que reside su inscripción a un tipo de perspectiva.
La perspectiva occidental, la forma de mirar de nuestra tradición, es la misma que hoy, en esta ponencia, seguramente intentaríamos aplicar para contemplar el paisaje japonés. Pido precaución. Pero establezco también la base de esta reflexión: Ernst Gassirer señaló que, tal vez, el mirar afuera, el entorno, la anchura en los límites de la visión, es aquella forma en la historia del arte mediante que un “particular contenido espiritual se une a un signo sensible, concreto, y se identifica íntimamente con él”. Entonces, verdaderamente Panofsky ha dado en el clavo cuando comprende que no importa si este sistema de observación de la naturaleza, el objeto-real que se filtra ante nuestros ojos, tiene o no tiene perspectiva, sino que es deliberar acerca del valor simbólico que reside su inscripción a un tipo de perspectiva.
Paseo por la montaña en primavera. Autor: Ma Yuan. Formato. tinta y color sobre seda. Periodo de la dinastía Sung, 690-1270. |
El período Muromachi comienza en el año 1333, cuando el último dictador de los
Hojo se suicidó en Kamakura, produciendo la caída del poder militar y la
reestructuración del gobierno en Kyoto. Esto ocasionó una ruptura en la corte
imperial, contiendas bélicas por la obtención del poder administrativo que
solamente fueron controladas en el año 1392, cuando Ashikaga Yoshimitsu logra
unificar la corte y el dominio político y simbólico de Japón. En este tejido,
los monasterios del budismo Zen, que había penetrado en Japón en el siglo XII,
constituían centros neurálgicos del aprendizaje de la cultura china y, fue a
tal punto el entusiasmo que se impregnó al estudio de las letras y las artes
por parte de los monjes japoneses, (por razones de enfrentamiento simbólico con
el mundo de la corte, propiciados por el gobierno de Kamakura) que se acuñó el
término Bujinso o “monjes intelectuales” de modo un tanto peyorativo. Sin
embargo, el estudio del arte chino se convirtió en un asunto transcendental,
aunque muy dificultoso, y la labor del monje-artista-artesano fue un ejercicio denodado.
El establecimiento
de una mirada del artista japonés entorno a la representación del paisaje en
este período se articula, en gran medida, por el arribo al archipiélago de
obras de pintura chinas que esgrimen como soporte la seda o el papel, y como
técnica las tintas aguadas provenientes de los monasterios Chan del imperio
Song Meridional. Esto no niega ni contradice la tradición artística que deriva
del desarrollo de la pintura japonesa de temas vernáculos, Yamato-e, que se desataba
de las germinaciones chinas, que cultivó, asimismo, un enfoque singular de
concebir el paisaje en la aristocracia japonesa. Me detendré, no obstante, en
una pintura del continente. En esta imagen, titulada “Paseo por la montaña en
primavera” de Ma Yuan, considero que se exterioriza el núcleo problemático de
la representación del paisaje en entre el Muromachi y el Momoyama.
En esta obra, la visión del paisaje donde el ser humano se registra no está dada por una proyección abstracta de líneas imaginarias, o en otras palabras, la composición no es la puesta en escena de un espacio matemático de la superficie pictórica; no en tanto que esto implica un espacio constante y un espectador inmóvil. Los argumentos compositivos que ha usado el artista para el tratamiento del entorno se caracterizan por la supresión de la línea de horizonte, que al no separar el plano en un reducto de cielo y suelo, convierte la escena en una sola unidad semántica donde transcurre el acontecimiento. No es un evento sagrado, ni profano, sino que simplemente algo acontece dentro del paisaje. Sabemos que hay un cielo y un suelo, simbolizado por el ave y por el árbol, pero esto es sugerido por una comparación, o más específicamente, por una metonimia. El paisaje es, pues, en esta instancia, la suma de metonimias de elementos distintivos entre los planos de acción donde el ser humano interviene y es intervenido.
En esta obra, la visión del paisaje donde el ser humano se registra no está dada por una proyección abstracta de líneas imaginarias, o en otras palabras, la composición no es la puesta en escena de un espacio matemático de la superficie pictórica; no en tanto que esto implica un espacio constante y un espectador inmóvil. Los argumentos compositivos que ha usado el artista para el tratamiento del entorno se caracterizan por la supresión de la línea de horizonte, que al no separar el plano en un reducto de cielo y suelo, convierte la escena en una sola unidad semántica donde transcurre el acontecimiento. No es un evento sagrado, ni profano, sino que simplemente algo acontece dentro del paisaje. Sabemos que hay un cielo y un suelo, simbolizado por el ave y por el árbol, pero esto es sugerido por una comparación, o más específicamente, por una metonimia. El paisaje es, pues, en esta instancia, la suma de metonimias de elementos distintivos entre los planos de acción donde el ser humano interviene y es intervenido.
El ojo no
es un elemento inmóvil o contemplativo, sino que se mueve por la superficie al
no poseer un punto de fuga: Busca posicionarse en alguna línea normal o
diagonal que de sustento a la composición y justificación al encuadre. Por el
contrario, solamente halla la figura humana, vertical, mientras que el centro
geométrico de la pintura resulta ser un espacio blanco. Mecánicamente, el ojo
debe completar el espacio faltante. Jean Riviére denomina esta situación como
un “paisaje subjetivo (…) (que) va a transponer la naturaleza, en el plano de
los ideales, a toda idealidad”. De tal manera que, a través de la subjetivación
y el espacio suprimido se perpetra un desplazamiento del signo, ese signo que
no se muestra íntegramente, sino en la forma de la niebla, el ave o el árbol,
que indican mucho más de lo que realmente enseñan. Por tanto, esta mirada
particular que da sentido referencial al espacio del paisaje de la pintura
japonesa no es matemático, sino metafísico; no es un espacio donde la infinitud
es la insoslayable proyección de un punto de fuga, sino la carencia de sentido
que deriva en una constante reflexión del signo, para retornar al momento
iniciático: El ser humano errante y meditativo, observador y hombre que es representado
entre la niebla, símbolo de la pérdida de la mímesis en el sentido occidental.
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