meigetsu ya / kado ni sashikuru / shio-gashira
Luna de agosto. / Hasta el portón irrumpe / la marejada.
Matsuo Bashô (1644 - 1694)
(trad.: Antonio Cabezas)
La luna llena permanece en el cielo nocturno. Entronizada en un espacio inmutable. Sublime. Mientras observa silenciosa la penumbra que se cierne sobre una tierra despoblada. Estéril. Alterada. Allí resiste indómita. La luna vaporosa. Parcialmente envuelta en nimbos indefinidos. Que estremecen los ojos, ya lagrimosos. Es el polen de naturaleza polvoriza. Derivada de la diseminación del hormigón desintegrado. De-construido de sus pilares y extirpada de sus cimientos enclenques. Sobreactuados y sobrevalorados de un teatro absurdo y presuntuoso. Pecadores del orgullo y la soberbia nunca bien ponderados. Padres de una estructura a-sísmica. Hipócrita.
La noche brota pasiva. Inofensiva en la sensualidad que provocan los rincones oscuros. Los lugares ambiguos. Entre vientos calmos y fragancias mansas. La luna se encumbra entre la magnitud de una cúpula azabache. Y a sus pies, resonancias de vehículos bohemios. Ecos de pasos estrepitosos de jóvenes peregrinos en una madrugada lúdica. Fluorescente.
Cuando se vislumbran en el cielo unas luces esporádicas. Lejanas. Como si fuera un rompimiento de Gloria. Sarcástico. Con trompetas y órganos en alta frecuencia. Dando la bienvenida a la resurrección de la diosa fertilizadora. Destructora. Junto con un suave soplo que remece la tierra. Tierno. Sumiso. Una caricia que recoge el suelo con un masaje relajante. El clímax anestesiante.
Penetra en la piel. Oscilante. El aliento de tu madre. Tierra. Bajo la luna entronizada.
Entonces, el cielo se ilumina con flashes. Ruidos de aves negras que vuelan con las fotografías electromagnéticas. Es el zumbido que indica la catástrofe de una ciudad todavía en construcción. En un limbo eterno. Allí, los cuerpos pesados se adormecen plácidamente con la constante oscilación. Aumentando en intensidad. Emulando el mecer del niño entre los brazos de una madre. Que ya no cuenta con un rostro sobredorado. Ni velo blanco. Las piedras vibran. El barro se esparce. En un charco de agua del templo principal. Abatido.
Los cables recubiertos de plástico se balancean armónicamente. Expulsando electrones desaforados. Con un crujir sereno de los hogares. Acurrucados por la presión que aumenta. Y compactando el calor de las habitaciones. Es el momento crítico, cuando los abrazos cálidos se transforman en golpes devastadores. Violentos. Sacando a rasguños capas de piel sanguinolenta. Ardiendo con el viento la carne viva. Es una bofetada para el niño. Que comienza a aullar entre paredes maleables de goma sintética. Bajo la luna llena.
Los alaridos de un niño violentado perturban las casas. Que despiertan ante los lamentos de un gato patógeno. Pero inmediatamente sucumben en el llanto y los cimientos escurridizos. De una cigarra que solloza por la noche. Cuando las calles se parten como chocolate en barra. Los postes eléctricos estallan como petardos. En una noche que no tiene fiesta. Y los edificios se agitan al viento como si fuesen flores de cemento. Macizo. Desmoronándose en un acto polinizador decolorado.
Es la luna que se diluye entre escombros aún tibios del organismo descuartizado. Es el estruendo de la ira de una madre excitada. Producto de un amor obsesivo por manifestar su potestad en las médulas desparramadas. Para una tierra costera que se queda sin agua. Totalmente secularizada. Bajo una luna llena que observa. Sólo con curiosidad. Morbosa.
Llega la calma.
Y se cae la camelia.
Entre las ruinas.
Todos estamos bien cuando las sobras están en el suelo. Todos nos encontramos en tranquilidad cuando las calles se deshacen. En castillos de naipes. Y reunidos en familia en el momento que los cuerpos se desmontan. Las aguas se desbordan. Turbulentas. Calla. Calla. Muñeco de peluche. Mientras lloras yo me ahogo entre las murallas espantadas. Junto a mi madre que aún permanece dormida. Un piso más abajo.
Vibra en la piel. Fluctuante. El abofeteo de tu madre. Tierra. Bajo la luna penetrada.
Las sirenas se escuchan distorsionadas entre las alarmas de los automóviles. Alertados. Mientras en las calles avisan con parlantes de las áreas seguras. Porque la tierra se ha tornado traicionera y miserable. Para los campesinos y los vagabundos. Las iglesias y los hospitales. Los campos de arroz y los melocotones. Allí, recostados con nuestras bocas secas. Los ojos desorbitados. Hambrientos. Rogamos por mantenernos entre almendras muertas. Suplicamos agua y comida. Intentando aflorar de los murallones durmientes. De las viviendas enfermizas. Noche de un poeta ebrio en canoa de bambú.
La piel áspera
La rosa terciopelo
Luna en cinta
En el alba anaranjado las golondrinas retornan. Después de un viaje fatigoso. Posándose en los fierros retorcidos en un jardín escondido. De los hombres agotados y ojos dilatados. Aullidos apretados. Es la desesperación del abandono y la indiferencia de los monjes salvadores. Que marchan a la montaña y se olvidan de los moribundos. Cuando ya se acaban las limosnas.
Entonces nadie pretende alumbrarnos con las antorchas de piedra. Porque los imbunches artificiales nunca seremos capaces de parir. Desde el universo subyacente. Del ladrillo molido. Carreteras de juncos desaparecidos que redireccionan al fugitivo peregrino. Bóvedas de madera ordenada. Cuna de la casa de té.
Arde en la piel. Consumada. El incendio de tu madre. Tierra. Bajo la luna violentada.
La golondrina.
Cuántas veces te oré.
¡Oh! Diosa del sol.
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