miércoles, 6 de febrero de 2013

Observaciones en torno a la mujer japonesa en la estampa y la fotografía entre el siglo XVIII y XIX. (Parte 3, final)



«El elefante». Autor: Suzuki Harunobu. Formato: Chuban. Dimensiones: 25 x 20 cm. Año: 1770.  Ukiyo-e, tema Bijin-ga. Periodo Edo (1616- 1868).

Ahora, teniendo en mente estas imágenes de la mujer, tanto en la representación tácita del mito y en su vertiente más animista en la prehistoria japonesa, como su contraparte en la fotografía de estudio, podemos proyectar esta operación, de un modo mucho más sutil, en el género bijinga (mujeres hermosas) de la estampa japonesa. La presente obra Suzuki Harunobu, lleva por título “El elefante”, curioso nombre, pero en efecto el centro gravitacional del sentido semántico de la composición. Aquí la figura no apela directamente a la narración de un mito, pero sí se vincula a un discurso metafísico de la línea budista. Suzuki Harunobu generalmente usaba modelos de mujeres de la zona de Kansai, cerca de Kyoto, mostrando un tipo de mujer más frágil, suave, pequeña, circunscrita a un espacio mucho más aristocrático. Por ello, y en consecuencia, la mujer aparece leyendo, demostrando sus competencias intelectuales, aparentemente en un espacio de intimidad, una habitación tal vez. No obstante, el giro simbólico que posibilita el salto hacia una sugerencia de lo sacro, se precisa de dos maneras complementarias: la primera, a través del símbolo de las flores, que revelan la naturaleza juvenil de la representada, pero también su vinculación con los cambios de las estaciones; primavera y otoño (si consideramos los adornos vegetales del kimono), dos de las estaciones más agradables para el pueblo japonés. Aquí la mujer se presenta como una parte de la naturaleza, se extravía en ella, es un fragmento, una indelimitación, pero también la misma naturaleza posee un carácter femenino, en las curvas de las flores que emulan el gesto y la pose de la retratada.
En ambos casos, podemos afirmar que lo que prevalece es el gesto del erotismo del cuerpo como insinuación de aquello que no está al descubierto. La segunda manera de sugerir la dimensión sacra, es mucho más evidente: ella está sentada sobre un elefante blanco, símbolo del budismo traído desde la India que representa la sabiduría, la inteligencia y la paciencia. El elefante acusa recibo de una condición sagrada, alegórica, que revela con su presencia un aspecto misterioso y oculto de su acompañante; una segunda lectura, mucho más incisiva, de los sentidos que se extraen de la acción de leer un documento, como lo hace la cortesana. Así, en efecto, la representación de la mujer se sirve de atributos, signos, que configuran las coordenadas del aparecer del imago de la mujer y lo femenino. De otra manera, el atributo, ya sea un símbolo, un detalle, y a un nivel elemental, un signo, es siempre un indicio de una realidad inconmensurable y parcialmente velada. Julien Ries señala que un símbolo es “un signo de reconocimiento”[1], un significante que sugiere significados en una red de relaciones definidas históricamente. Por lo tanto, la aparición de la hierofanía en la estampa japonesa, no se traduce en la intención de una narración de corte mítico, sagrado, sino más bien en la correspondencia compositiva, organizativa de los elementos visuales que entran en juego en una trama dispuesta para ser leída como una experiencia que te impulsa a un salto hacia la sensación de infinito, o en último término, hacia algo que transgrede una significación literal de la representación. Roland Barthes lo entiende así “el mito no se define por el objeto de su mensaje, sino por la forma en que se lo profiere; sus límites son formales, no sustanciales”[2].
«Geisha arreglando su cabello». Autor: Kitagawa Utamaro. Ukiyo-e. Periodo Edo (1616- 1868)
Análogo caso es esta obra de Utamaro donde es el kimono, la ornamentación floral que dispone cada cortesana, el que regula la personalidad de casa mujer y la vincula con las estaciones, los cambios del tiempo y la fugacidad de la existencia. Fíjense con atención que las líneas del kimono cruzan justamente por las zonas eróticas de la mujer: el cuello, el busto, el ombligo que está oculto, las muñecas y las manos.
«Mujer con los pechos desnudos». Formato: fotografía. Autor: Raimund von Stillfried. Dimesiones: 23.2 x 28.5 cm. Año: 1870.

Desde otro punto de la cuestión, la fotografía no necesitó ocultar nada al lente. Si bien estaba prohibido el desnudo fotográfico, cuyas razones no alcanzaría a desarrollar en esta ponencia, en tanto que plenamente argumentado su ocasión, los fotógrafos hicieron desnudos en grandes cantidades, incluso imágenes pornográficas que distribuían ilegalmente. La concepción de la fotografía como el instrumento que podía captar la realidad tal como era, fue el discurso que prevaleció durante décadas, con las implicancias que saltan a la vista: las lecturas que se pueden realizar a una composición se limitan, en la mirada contemporánea a su ejecución, a un recuadro literal de lo que acontece en la placa. Toda la densidad del fenómeno temporal, histórico, del transcurso de una acción y su profundidad como gesto humano cargado de significaciones, queda registrado como una dramatización objetiva, anacrónica, al descubierto en su totalidad: “la fotografía se halla en la encrucijada de dos procedimientos completamente distintos; uno es del orden químico: es la acción de la luz sobre ciertas sustancias; el otro es del orden físico: es la formación de la imagen a través de un dispositivo óptico”[3].


«Hanazuma de Hyõgoya ». Autor: Kitagawa  Utamaro. Formato: Ukiyo-e, tema Bijin-ga. Dimensiones:. 39 x 26 cm. Periodo Edo (1616- 1868). Museo Nacional de Tokyo.
Pondré solamente un ejemplo más para manifestar mi posición sobre la inscripción de la mujer en la estampa japonesa, y cómo se articula su presencia, su función relacional dentro de la composición y hacia dónde se propone orientar. Con esto, voy cerrando mi ponencia. La siguiente estampa, de Kitagawa  Utamaro, supone una operación mucho más sutil con la composición del cuerpo femenino. En primer lugar, el efecto de intimidad que otorga el encuadre. Del panorama infinito que se proyecta hacia el horizonte, el artista ha segmentado la visión en una escena donde incluso el foco de atención, la mujer, aparece recortado. Ha suprimido intencionalmente el escenario donde se sitúa la acción, dejando únicamente un fondo plano. Este recorte, me parece, es el primer indicio de la presencia de lo numinoso, en un doble sentido: por una parte, en la separación de espacios, el privado, el sacro, donde está la mujer como centro de la acción, y el profano, lugar del observador y donde transcurre el tiempo, esto es, el puro movimiento. En lo estático de la escena capturada (más bien diseñada) acude el acontecimiento de un sentimiento por parte del observante. Lo sacro se manifiesta, desde un punto de vista antropológico, como un elemento inherente a toda subjetividad. Cito a Eliade “no es un momento de la historia de la conciencia, sino un elemento de la estructura de la conciencia”[4], entonces, nos conmueve la pose, la recepción de la cortesana al mensaje escrito en la carta, a su propia perturbación. Utamaro, en cuestión, trabaja la emoción que desprende el acontecimiento, y la mujer es, pues, el receptáculo visible de esa impenetrable interioridad de un arquetipo ya completamente definido, la cortesana, la geisha: “en todas ellas se aprecia un carácter y actitud de ánimo diferente que las hace más reales y cercanas”[5]. En segundo lugar, lo sacro es insinuado en la categorización del cuerpo, específicamente en la contraforma de la pose y los dedos. El estar sentado para los japoneses es un hecho normal, una costumbre más instalada que en occidente. Para los japoneses estar sentado involucra el concepto de suwatte, que significa estar equilibrado, en un sentido espiritual y moral. Si bien la postura proviene de estar arrodillado delante de los nobles, la posición es especialmente recta, erguida. Pero en esta imagen hay un desfase en este estar sentado: se presenta una fractura que está dada por el escorzo de la pose, la contraforma que se genera entre la pierna derecha de la cortesana, el brazo derecho y la tensión de los dedos, los que se posicionan justo en el perímetro del pecho. Los dedos son una extensión de los sentimientos de la persona. La mujer, por ejemplo, cuando trabaja en el ikebana, los arreglos florales, su arte consiste en transmitir sus sentimientos al receptor del arreglo en la medida que el doblez que efectúa en cada rama es realizado por sus dedos, imprimiendo una fuerza simbólica, llena de emotividad que se trasunta. De la misma manera, aquí los dedos evocan esa intranquilidad, la pérdida de la estabilidad que complementa la apertura de la rectitud de estar sentado.
En consecuencia, la sugerencia de un estado anímico insondable es la manifestación del cosmos, la interioridad que guarda un ser vivo, finito, el espacio sagrado que anida en todas las cosas y que la mujer, como motivo relacionado íntimamente con la naturaleza, ha sido expuesto en la historia del arte japonés. Todo este sondeo de la administración de la superficie, conduce a un único estado de translimitación, Mono no aware, término usado en el siglo X y que, si no en su sentido literal, es recogido indirectamente en el periodo Edo, esto es, la infinita compasión que cada uno de nosotros, como entes, debe poseer por todas las cosas en tanto que el universo en la multiplicidad. Así, finalmente, la mujer, pues, se transforma en una hierofanía, el vínculo que hace posible y transmite esta experiencia estética y moral de la finitud del ente con lo transcendente.


[1] Ries Julien; Tratado de antropología de lo sagrado, Editorial Trotta, 1995, España, pág. 44
[2] Barthes, Roland; Mitologías, Siglo XXI Editores, Argentina, 2008, pág. 199
[3] pág. 39
[4] Eliade, Mircea; Fragments d’un journal, Paris, 1973 [Fragmentos de un diario, Madrid 1979],
pág. 315.
[5] Cabañas, Pilar; La imagen de la mujer en el grabado japonés, En: Revista de Estudios Asiáticos, nº2, Servicio de Publicaciones Universidad Complutense de Madrid. Instituto Complutense de Asia, 1996, pág. 13