BAJO CEREZOS EN FLOR. GONZALO MAIRE. MAGO EDITORES 2011.
Es un placer para mí presentar este libro de Gonzalo Maire, su primer libro de poesía publicado por MAGO Editores. Desde los epígrafes, el libro revela su fuerte y profunda articulación con la poesía y el arte japonés:
“Cerezos en la noche:
si más me alejo, más
vuelvo a mirarlos”. Tomiyasu Fuusei
“Revolotea,
arrastrada por las brisas,
la mariposa”. Masaoka Shiki.
Una de las aristas complejas de este poemario es la articulación de su poética: por un lado la forma que adopta su mímesis- su capacidad de nombrar las cosas, bajo el artificio de cierta poética japonesa y por otro lado, la textura de su gramaticalidad, en la fase barroca, en la que se dan cita Luis de Góngora, Quevedo, el neo barroco latinoamericano y su rostro chileno, a la manera de Neruda, el Neruda de Canto General. Imágenes como “cascada aérea de la primavera” o “raíz perdida”, “cuello de mar”, dan cuenta de ese proceso, mostrando sus costuras, el hilván de los significados para precisar un mundo, en la primera parte del poemario: “Alegorías de la primavera”, cuya poética se expresa en la imagen del laberinto desatado en una rama, que evoca la imagen gongorina de “mariposa desatada en cenizas”, de Luis de Góngora en su conocida Soledad I. En el poemario de G. Maire, el laberinto no se encuentra en las búsquedas vanguardistas a través de los pesados collages o en los montajes de tiempo y espacio o en la relación de tramos psíquicos o míticos o históricos, como lo hicieran las vanguardias; es más epidérmico y corporal, requiere sólo de una rama para emerger y mostrar la fuerza de las cosas, cuando éstas acceden al nombre del que sólo dejan la huella de un cosmos, en cuya necesaria ausencia, los datos palpables son sensibles manifestaciones de un universo inestable y siempre en desgarro. La rama en Maire sostiene como sinécdoque los territorios desconocidos e inciertos del laberinto, uno de los núcleos de las poéticas latinoamericanas (Paz, Lezama Lima, Borges, Sábato, Carpentier y otros).
La enumeración unida ya por el significado semántico o por los encadenamientos de los versos, sea por ritmo o por los sonidos fonemáticos, da origen a este conjunto de figuras que se yuxtaponen como modos de aproximación a un árbol, un centro que es núcleo de estos textos: el cerezo en primavera, como si su emerger florido presentificara alegóricamente, lo turgente y lo subrepticio a la vez de esta figura, como aparición sinecdóquica de lo “real”.
Ya el poema II, “Kanji”, da cuenta del sujeto, detrás del proceso escritural de ideogramas cuyo trabajo de inscripción se llama “shodo”. Es la textura, que la boca palpa sensual y sensible, de la que el poeta es testigo, es guarda, en el sentido del que cuida y conforma testimonio.
El proceso japonés, a la inversa del occidental encuentra el mundo expresado en lo sensible, mientras que el pensamiento occidental desconfía bajo la influencia platónica y neoplatónica de los cinco sentidos y del cuerpo, aquí ellos son el privilegiado manantial que nutre lo que llamaríamos con la tradición Cristiana: el alma o espíritu.
La hibridación de esta matriz se encuentra presente de pleno en el poema “Sake”, en ese Carpe Diem, cuya melancolía enhebra en compañía del ciruelo del agua y la embriaguez que le provoca su caída (p.16); en “Carta de Amor”, en donde el alejamiento del objeto de amor se muestra en la saudade de la escritura, en la que la imposibilidad del comienzo se cierra sobre el certero final, en un mundo en que la letra es el lugar por donde navega la península, significativa alusión al mestizaje que concluye, indeciso entre su propia subjetividad y la nada que sembró esta empresa, que haría desaparecer una buena cuota de los mundos simbólicos indoamericanos tanto desde la cruel conquista hasta la colonia latinoamericana y aún hasta hoy la debacle continúa en sus mortíferos gestos.
En “Alegorías de Verano” (p. 37), el pincel, la herramienta de la escritura/ o quizá la del amor, siente la “afonía que tus piernas tocan de madre/ tus ojos dibujándose de vieja esclava”, en que los hipérbatos- las transposiciones del orden gramatical, se unen a las sinécdoques y metáforas para un poema erótico que se desliza en enumeraciones incesantes sobre el cuerpo de la amada. La retórica erótica sigue en Quitasol (p. 40) hasta dejar al sujeto recortado en un par de ojos que miran una mujer pasearse bajo su sombrilla. Este valor fetichista del objeto amoroso ensalza su poder seductor, sabe el valor preciso del detalle que ensalza y ama mientras el sol sigue en lo alto: “yo acaricio tus alas de pluma temblorosa/ tus dolores tranquilos digo nada, / nada entre arrozales que viajan infinitos/ hasta el sosiego del cielo…” (p.42).
“Tren” (44-47), como conjunto el texto quizá más logrado en esta serie lleva al extremo las elipsis “cuando en tu frente la luz retumba/ como una escalera azotada de compacto marfil/ un revoloteo brillante de aliento/ en la juventud primera y amada”, sigue para decir “en ti palpita/ la guerra del infante y la mujer, /el tránsito terco, anual de los segundos/ y el nervioso deambular entre las infancias”. Los intersticios de una mirada casual siguen a una mirada más gradual e intensa en que el observador piensa en lo que ella observa y dice: “yo sólo por la frontera te reconozco, /silenciosa.... Alfarera del pausado tiempo”, el tiempo transcurre y el sujeto la recuerda, sin verla más: “que en un solo perfil: castaño”. Allí en la fluidez de la memoria, ella y él se funden: “Y yo no sé que eras tú/ ni yo/ en la cadera que es vestida/ por túnica/ planeta o kimono” (p. 46- 47).
En “Alegorías de Otoño” (p. 57-73), se pregunta: “¿cómo tejiste el laberinto en tus brazos?”, pensando en el castillo Himeji, casi una oda a ese lugar. Una cintura leve lo conduce a pensar en el vacío desde donde “regreso como una sombra de asilo y eterno silencio” (p.61). La historia que “subió médula verde/ al relato en la cumbre de septiembre, mientras la tierra se envolvió de crisantemos/ y el crepúsculo se vistió de jardinero”, poema dedicado al Crisantemo.
En “Puente de Piedra” (p71-72), las preguntas retóricas son parte de una interpelación sobre el escenario amoroso: “¿Cruzaríamos de la mano isla/ por isla cuando las almendras nos canten/ Sabes diferenciar entre la madera y la luz que no la curva?”, son algunas interrogaciones de las que el sujeto escucha y a las que contesta: “Ay, amor, si de mí te respondiera”. De modo que otoño es el mes de la melancolía, del peregrino que observa la mudanza de las cosas y esto hace que en el poema “Melancolía”, el sujeto portador del discurso se sienta ínfimo (p.73).
En “Alegoría de Invierno”, las dos orillas semejan dos montañas y los poemas, un canto de amor y despedidas, que cierran este texto. Así en “Yuigon” (p.86) dice: “Pasa por mi cuerpo de temblorosa vena/ hasta mi labio de frío,/ solloza la miel en mí de sangre/ en el cuerpo inútil, podrido/ que se desfigura en la sola desesperanza/ del dolor tuyo que despide mi carne”, por otra parte, el poema “Corazón” es la desesperación del adiós con el que finaliza el texto.
En síntesis, en estos poemas que muestran la alegría del encuentro erótico, el desarrollo del amor y la reunión fugaz de los cuerpos hasta la separación, fluye el paisaje: las montañas, el mar, los ríos, la lluvia, los árboles, las flores, el viento; digamos, la naturaleza como medio expresivo y estetizado del universo en construcción. Desde una poética barroca, recorrida por el amor al mundo y la cultura japonesa aparece este texto, con un sujeto que a veces furtivo se desliza en una mirada, un ojo abierto, un pálpito, un rayo y en otras se enchancha adhiriendo a las primeras formas modernistas en América Latina y al gongorismo que las recorre y vertebra. Figura mestiza y ondulante; por un lado, mirada; por el otro sudor, sexualidad fina y ancha que busca el contacto con el objeto de amor y experimenta las emociones múltiples que tocan desde la observación encantada a la embriaguez; para pasar a la delicia del contacto, a la duda, la nostalgia, el presentimiento del adiós y la dura despedida en el invierno; todo ello estructurado en las cuatro estaciones, de acuerdo al modelo gongorino y la retórica renacentista, de las 4 edades del hombre: niñez, juventud, adultez, vejez.
Esta manera de trabajar en oblicuidad y con esta asimetría oscilante entre el mestizaje latinoamericano, y la delicada textura japonesa, construyen un laberinto textual en que quizá lo más misterioso sea la construcción del sujeto y la particularidad, la diferencia de su habla: alegórica del amor joven y de la sensibilidad japonesa hacia el paisaje y la música impresa en las preguntas y observaciones sobre un mundo en cambio, que no adhiere a las más desgarradas y hasta caóticas formas que han elaborado los artistas latinoamericanos: aquí el caos se aguarda y se configura como otra dimensión de la soledad, como la más antigua forma del laberinto que es el hombre cuando se instala entre dos modos de aprehender el mundo, desde el habla, la visualidad y su silencio..
Eugenia Brito.
Agosto de 2011.